Soy el macho alfa. Poseo el indiscutible honor de ser respetado por la manada y mi arbitrio es obedecido sin reservas. Sé que este tiempo pasará como pasó el de mi predecesor, de quien conservo un doloroso recuerdo en la espalda que me anticipa la llegada de las lluvias. Sé que un día mi oído perderá su agudeza, mi olfato su precisión, mis brazos su vigor y mi verga su potencia. Y ese día, alguno de estos jóvenes me reemplazará. Probablemente aquel que hoy me observa más encogido y a mayor distancia que los demás.
Paso los días venteando el aire mientras mi mirada vigila al grupo, anticipando el peligro que pueda venir de fuera y aquel que sin lugar a dudas, se gesta dentro. Y aprovechando cualquier ocasión para descargar la bolsa seminal.
Las hembras son dóciles. Pequeñas y asustadizas, reservan sus talentos para proteger a las crías y para la insidia entre ellas. En mi presencia, gruñen serviles mientras me despiojan. En el celo, gimen sometidas antes de la cópula, braman durante sus brevedades y huyen en silencio cuando ahíto me retiro de sus grupas. En ocasiones prefiero socorrerme a mí mismo. Aunque mi mano es torpe, sus sutilezas son mayores que las de esas vulvas ofrecidas sin lucha.
Una de entre las hembras es diferente. No es más grande, pero camina más erguida, en un difícil equilibrio que mantiene su mirada a una altura próxima a la mía y a la que no rehúye como es preceptivo. La primera vez que fui consciente de ello apenas le di importancia: imaginé un esfuerzo azaroso de sus ojos en la búsqueda de un fruto más suculento que pudiera hallarse donde yo me encontraba. Las ocasiones posteriores me inquietaron. La frecuencia con la que me observaba escapaba a mi comprensión y la interpreté como un peligro. Me impuse con la violencia del macho amenazado: un alarido surgido del fondo de mis entrañas, sembró un silencio temeroso en el territorio. Ella desvió la mirada, pero no doblegó la espalda.
Su celo es diferente. No puedo detectarlo. A diferencia del resto de las hembras, su vulva permanece escondida entre las patas. No se muestra roja y abierta. Y sin embargo emite un efluvio que me desasosiega y me atrae como una fruta apenas entrevista y cuyo aroma desconocido se insinuase entre los olores penetrantes que abarrotan el aire del bosque tropical. Pero mi verga se inhibe. No reconoce las señales…
La noche ha caído súbitamente. Lloverá con certeza. La manada se agolpa entre las ramas más frondosas del último árbol conquistado para el descanso, con la vana esperanza de protegerse del agua. Duermo despierto, como todos, porque el sueño profundo nos está vedado. La noche es el reino de nuestros depredadores. Elijo mi lugar antes que los demás. Las ramas que me acogen son gruesas y se adaptan de un modo inverosímil a mi envergadura y a las anfractuosidades de mi espalda. Puedo velar por ello sin dolor en los huesos y esperar el amanecer sin demasiada angustia.
Cuando la lluvia hace su aparición la manada se estremece inquieta y se remueve buscando mejor acomodo. Los gruñidos habituales se intensifican momentáneamente, amortiguados por el crepitar del agua. El olor acre del pelo mojado toma posesión del aire… Abro los ojos. Entre la hojarasca, entre las sombras, entre la carne peluda y temblorosa de mis congéneres, mis sentidos escrutadores la detectan. Ahí está, observándome. Se yergue de pronto y me reta con sus ojos pequeños y legañosos, pero tan brillantes como el plenilunio. Me incorporo y el crujido de las ramas pone en alerta a la manada que como un solo individuo, se tensa con el pelo erizado. La hembra entonces, de un salto ligero, desciende del árbol. Apenas puedo verla pero sé que me está mirando. Sé también que la tierra enfangada puede ser una trampa, sé que la lluvia oculta las señales de peligro, sé que no es el momento y así me lo ordenan las luces del instinto, pero un leve chispazo en las oscuridades de mi cerebro me hace saltar a su encuentro. La manada profiere chillidos desconcertada ante mi comportamiento. Algunos individuos intentan seguirme. De un rugido los devuelvo al ramaje.
La hembra permanece quieta. Esperando. Frente a mí. El agua diluye mis sentidos. Chorrean mis narices, chorrean mis pelos, chorrea mi boca, chorrean mis orejas. Mis plantas se hunden en el barro. Estoy confundido. Quizá debo prepararme para el combate, quizá para la cópula. Apenas sí hay diferencia en la coreografía previa; la amenaza de un macho o el cortejo de una hembra comienzan del mismo modo: Me yergo y bramo golpeándome el pecho, el macho adversario espera entonces a la defensiva mi primer acto de agresión y la hembra, me otorga la grupa de bruces. Pero en esta ocasión, ella toma la iniciativa. Se aproxima a mí lentamente, las vaharadas de su respiración me llegan cálidas y soy yo quien recula aunque no de un modo evidente. Soy el macho alfa… Siento el aliento de la manada sobre mi cabeza. Ella extiende los brazos y enreda sus dedos en la pelambre de mi torso. Con un chillido agudo y dominante tira de mí hacia ella. Caemos ambos en el fango. Debería haberme mordido: es el acto defensivo de una hembra. Sorprendido, me dejo llevar. Su cuerpo queda aprisionado bajo el mío. Sus manos continúan enganchadas a mi pecho. Clavo los antebrazos en el fango. Retengo mi peso. Algo me dice que no debo dañarla, que ella tiene algo para mí. Mis congéneres allá arriba me observan. Aúllo y la fuerza de mis pulmones hace cerrar los ojos a la hembra. Espero mientras la lluvia cae.
De pronto, abre ojos y boca y por entre sus dientes jóvenes asoma la lengua, larga y rosa que desliza apresurada por mi boca, mis narices, mis ojos, como hacen las hembras con las crías. Me revuelvo desconcertado. Y ella prosigue con insistencia maternal. Gruño. Me responde con un ronroneo de hembra que amamanta. Siento un placer extraño. Comienzo a imitarla y le lamo la cara. Las protuberancias cartilaginosas del rostro están calientes y me atraen como esas criaturas recién paridas que, en alguna ocasión, devoramos todavía vivas en los nidos de los mamíferos ausentes. Muerdo con toda la suavidad de que soy capaz… El gemido que profiere no es de dolor. Rodamos por el suelo. Mi verga entonces se introduce en el lugar cálido que reconozco. El ritmo atávico de la reproducción se resuelve en este abrazo cara a cara por primera vez en la especie.
El placer conocido siempre es único y se acelera como el goce que me produce la ingesta de las bayas verdes, hasta llegar a la explosión de dulzor de la primera fruta madura que con mis dedos torpes llevo a la boca. En ese preciso instante cierro los ojos y todo es rojo. El color más excitante de mi mundo.
Tumbados sobre nuestros costados, mi torso cubre su espalda y mis brazos la rodean. El barro es una caricia suave que amortigua nuestra gravidez. Su cuerpo contra el mío produce un amparo que nunca antes había sentido. No me retiro. Ella apenas se mueve. Mi olfato languidece entre la pelambre de su nuca embarrada. Podría ser picado, mordido, golpeado, devorado por la espalda. Nada me apartaría de este contacto. Por un instante, conozco el abandono. Será por poco tiempo. Las órdenes de mi cerebro confuso me guían de nuevo hacia los árboles. Aquí estoy en peligro. Soy el macho alfa y debo proteger la manada. Me desligo de la hembra y de un rugido le ordeno seguirme. Trepamos juntos hasta la copa.
Mi memoria incipiente olvidará pronto lo sucedido. Mis genes lo perpetuarán en la memoria de mi especie.