Ahí está, como cada día, sentada en el segundo banco de la rambla arbolada. Una de sus manos prende con firmeza el asa de su carrito, como si tuviese miedo a perderlo o a que alguien se lo arrebatara, despojándola de sus tesoros. Casi no me atrevo a mirarla y no lo hago, más que por el rabillo del ojo, lo suficiente para descubrir que lleva zapatos de invierno, a pesar de este calor insoportable, y que su ropa y su larga melena castaña se le adhieren al cuerpo sudoroso. Percibo su mirada sobre mi espalda cuando me encamino al kiosco, levanto el cierre y atiendo al repartidor, que hoy ha llegado temprano. Me observa con fijeza mientras dispongo los canastos: las margaritas a la izquierda, los lirios a la derecha… Me doy la vuelta, solo un instante, y advierto al fin que no es a mí a quien contempla. No. Sus pupilas, como candelillas revoltosas, se posan en las flores. Las admira con media sonrisa. Permanece ahí hasta el medio día y entonces se levanta y arrastra su carro tras ella. Pasa por delante del puesto y ahora sí me mira, tímidamente, como no debiera.
—Me gustan tus flores— murmura un hilo de su voz.
—Ya me he dado cuenta.
Le tiendo una margarita blanca. Se le llenan los ojos de luz. Toma la flor con mimo y se aleja paseo abajo, sin dejar de mirarla, sin dejar de sonreír.
A la mañana siguiente la encuentro de nuevo. Sigue sujeta a su carro y, junto a ella, sobre el banco, el tallo mustio de una margarita sin hojas. Su rostro está tan sombrío…
— ¿Qué ocurrió?— las lágrimas le encharcan los ojos.
—Nada…
Toma entre sus dedos frágiles el tallo de margarita deshojada, me mira, esta vez a los ojos, y susurra:
—…Lo de siempre: que volvió a salir que no.