Escribo menos e invierto mi atención en descifrar las leyendas de colores y formas geométricas que identifican milenios y catástrofes de consecuencias devastadoras. Los amerindios, sea como sea, deben tener algo que ver con mi sueño de la última madrugada, en el que recorría la ciudad preguntándome por todo lo que ha pasado ya; un sueño exactamente igual a mi rutina diaria de idas y venidas sin ningún destino.
Ahora que todas las esperanzas han desaparecido y Madrid es un sol negro en el talón de Ana, me dedico a rastrear la huella de las civilizaciones sobre los mapas.
Las tablas de valores.
Las conversaciones telefónicas.
El ojo del huracán.
Pienso que estaría bien pintar bisontes en las fachadas de los rascacielos, porque estamos en el desierto y esta casa alquilada y en ruinas es nuestra cueva de los nadadores… quien los pintó no imaginaba que estaba escribiendo un testamento.
Esta tarde de martes hemos paseado hasta la Cibeles con las manos en los bolsillos y la cara aterida por un frío tardío. Formábamos parte de un jeroglífico indescifrable para los que vendrán.
El cielo estaba gris. Siempre está gris el cielo en los reencuentros, y es que no son verdad: son intentos en vano de encontrar lo perdido.
Aún no nos hemos dado cuenta...
Nada pasa dos veces.