Para Ángela M.,
una mano que se agita
mimando el saludo
en un cruce de tranvías.
Y a Gregorio S.,
para que nos lo siga arreglando
cada vez que se rompa el trenecillo.
“No sé montar a caballo. Pero se me da muy bien montar en tranvía. Así y todo, tuve un accidente.”
Sławomir Mrożek, “Monólogo”, El elefante
“Al fin he comprendido por qué razón era sensible a esa campana de la iglesia del Pago más que a otra ninguna. Hoy sábado, una tarde de invierno, muy fría y desabrida, se dejó oír mientras leía un libro. Era un golpe único, nervioso, tan, tan, tan, que se oía a lo lejos. Cuánta monotonía. Cuando son dos las campanas hay algo en ellas de diálogo, y por muy tristes que suenen, están acompañadas. En cambio cuánta soledad en la campana del Pago, única, solitaria, modesta, con una queja que llega de lo más hondo para perderse entre las ramas todavía desnudas d e los árboles.”
Andrés Trapiello, Los caballeros del punto fijo
Qué duda cabe de que un viaje —desplazamiento espacial— lo es igualmente en el tiempo y no sólo, como es obvio, por la duración del viaje —que también—, sino por cuanto que, a menudo, como es el caso del tranvía de Vitoria-Gasteiz, el espacio-tiempo conlleva una vuelta atrás, un regreso a la Historia —de la ciudad, en este caso— cuya máquina del tiempo es el tranvía.
Con revuelo de campanas se inauguró hará ya un año la línea del tranvía urbano de la capital, y no es expresión metafórica puesto que —“campana sobre campanilla y sobre campanilla, una”— el repique de oficio —o el volteo grandilocuente— del campanario de Nuestra Señora de los Desamparados, que parece tutelar el apeadero de origen del trayecto ferro-tranviario, daba el contrapunto a las campanillas del tranvía en su fuga.
Musculosos y jubilares —palomonas campanudas, gorriones de bronce, címbalos con el badajo por cimbel y espantapájaros a la vez—, los tañidos de las Desamparadas solfean en el pentagrama del tendido eléctrico, en clave de trole, enredándose en bucles, volutas y tirabuzones, serpentinas cristalinas —con la festiva rima en eco de la inauguración del nuevo trazado—, y acunando —piadosamente— el piar confitado de las campanillas en el nido del techo de un trenecillo eléctrico, con algo del chin-chin de cocktail y mucho del yinguelbel, yinugelbel de Navidad, ese monótono politono del timbre más propio de un carillón remasterizado, cri-cri del grillo del hogar —dulce hogar—, guiño del hada Campanilla en su cajita musical, mic-mic de un Correcaminos que se lanzara a recorrer la taiga del anillo verde —de Irina—, Tierra Media del Señor de los anillos —verdes— que atraviesa la llanada esteparia, la submeseta llamada de Siberia-Gasteiz, a 40 km./h.
LA Y VITORIANA o UN TRANVÍA LLAMADO PASEO
«Se acercó a un olivo, rompió con la mano una rama joven, sacó una navaja, cortó las puntas y en menos de lo que se cuenta tenía aviada una preciosa “y” griega. Cuando la hubo preparado, [se guardó la navaja en el bolsillo, la misma que usa para sus almuerzos y meriendas,] sujetó sus dos vástagos con las manos y, sin quitarse el cigarrillo de la boca, empezó a recorrer una praderita que prometía corrientes subterráneas.» Andrés Trapiello, Una caña que piensa
“BLANCHE.- (Con débil emoción.) Me dijeron que tomase…, ese tranvía que se llama Deseo, que trasbordase luego a otro donde dice Cementerio y que seis manzanas más allá me bajase en… en los Campos Elíseos.”
Tennessee Williams, de Un tranvía llamado deseo
“Válido para el recorrido de dos zonas sujetas a la tarifa, dentro del lapso de una hora, con un máximo de cuatro transbordos y por la vía más corta entre el lugar de la subida y el punto de destino. Los transbordos sólo están permitidos en las intersecciones, en los ramales y en las estaciones terminales, pero sólo a coches cuya ruta se diferencie de la del vehículo utilizado previamente. (…)
¡Está prohibido hacer rodeos o interrumpir el viaje!”
István Örkény, “Todo lo que hay que saber”, Cuentos de un minuto
“Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”
Adolfo Marsillach
Pues bien, lanzado a esa amable velocidad de crucero —TAV en miniatura: Tren de Álava Velocidad— y llevándose por delante a todo lugareño que, ingenuo y confiado, ajeno al estridular de sus élitros de cigarra mecánica, se rinde a sus pies —de (López de) Angulema a (Ruiz de) Abechuco o (Pérez de) Ibaiondo—, el tren transvitoriano cruza el Ensanche umbrío —son arpegios la calderilla de resonancias de las campanas por sobre el glissando de las vías de la Y [¿o ye?] griega vitoriana—, enfilando la Catedral Nueva.
Se diría que el convoy fuera a enhebrar el ojo del pórtico de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, horadando el gusano verde de la locomoción la manzana cocida del gótico tardío —“manzana regular, catedral sin acabar; un dos, tres y a volar; te sales y la pagas”—, mientras el viajero se imagina el descenso en el vagón de una montaña rusa hacia el oscuro túnel del nacionalcatolicismo, deslizándose por el tobogán del tren Chu-chú que embocara el paso subterráneo, perforando como una tuneladora —por el “túnel del tiempo” a través del estilo gótico kitsch— las catacumbas gélidas de la cripta, con su remusgo de tundra encriptada bajo una hueca mole catedralicia de color mokka. Pero, in extremis, en el momento de golpear en el portón cancelado por los lanzones de la verja, un viraje —sin meterse en Honduras—, y haciendo un quiebro torero lo esquiva, como si hubiera salido de agujas sin enhebrar el hilo de seda —dental, de quien pega la hebra acomodado en su interior— en el filandón de un gusano aerodinámico, que tras hollar las calles recubiertas de parquet del centro de la ciudad —no en balde estábamos aún en la City— pintado al pinki, ansía nuevos horizontes en el extrarradio, en esos apeaderos tapizados de un césped verde eléctrico e inverosímil entre vías, casi enmoquetados —pues no en balde vivimos en la sociedad del bienestar—, en paradas surrealistas como cuadros de Magritte, a campo abierto, y donde la oruga pareciera mimetizarse con el paisaje —entre col y col, lechuga— del Anillo Verde, en dirección contraria al cinturón rojo —el cinto que se aprietan el obrero y su prole—, rumbo a los anillos de Saturno.
Y es ahí, poco antes de ir a morir al pintoresco caserío de Abechuco en esa su estación Términus —hasta hace un año Térmibus—, cuando el ciempiés —“pueblo que camina” — se detiene al costado de la iglesia de Arriaga, un templo cúbico como tantos y tantos dados lanzados a la buena de Dios sobre el tapete de la campiña alavesa, en un viaje a la iglesia de pueblo alavés de toda la vida, en un “rincón semioculto”, lugar primigenio y calle entre iglesia y solar, de santuario con el abrigo de un único, último vecino, cerrada a cal y canto —la procesión va por dentro— ante el tráfago postindustrial de esta sierpe.
Eso, si no viene a morir el via crucis en una última estación terminal en la C/ del Cristo.
Pero no, no nos pongamos tridentinos. No estamos inexorablemente “atrapados en el tiempo”, ni en el desarrollismo del nacional-catolicismo, ni en una nueva Edad Media. Porque, si a lo que aspira el usuario es a un viaje al Futuro, bastaría con haber tomado el otro ramal de la Y vitoriana —la línea de Ibaiondo— en el nudo de tirabeque ferroviario de Honduras —cogiendo directo el itinerario Ibaiondo, sin “meterse en Honduras”— y, tras atravesar las maquetas urbanísticas de la nueva Euskal Herria, ciudad del Futuro, desembocar en el Centro cívico de Ibaiondo, esa última parroquia laica de la red de la diócesis municipal, con su teatrillo como capilla profana del culto a la Socialización.