Hay algo tremendamente encantador en el trabajo fotográfico de Adam Fuss; hablo aquí en el sentido hechizante de la palabra: el de producir un encantamiento. Los amantes de la fotografía debemos agradecer a este artista inglés que su trabajo despierte nuestra capacidad de asombro la cual a veces pensábamos adormecida para siempre.
Es relativamente fácil para quien se encuentra frente a sus fotografías dejarse llevar por la magia de su visión. Resulta difícil echar pie atrás y mirar con desprendimiento lo que este artista tiene a la vista en su exhibición, Sala de la Fundación Mapfre, en Madrid, Paseo de Recoletos.
Los cuadros expuestos exigen que se les ausculte de cerca, que abandonando todo recato nos entreguemos a observar con detenimiento la profunda belleza de su obra.
No basta con mirar desde una discreta distancia: mucho de lo mostrado nos exige entrar en la oscuridad desde donde rostros secretos nos miran. La luz dibuja sombras misteriosas bien sea sobre papel o sobre el metal de los daguerrotipos.
Es una exposición anclada en el entendimiento y aprovechamiento de la historia de la fotografía. Allí vemos unida la raíz de este arte –el fotograma arcaico- con la pantalla digital, la que por estos días es casi que imposible evitar.
Adam Fuss (Londres, 1961) ha producido una magnífica serie de imágenes por medio de las cuales explora antiguos procesos unidos a modernas tecnologías. El conjuro de la brujería digital se ha hermanado al conocimiento de técnicas antiguas y el resultado a la vista en las paredes es un soberbio despliegue de imaginación y exquisito gusto.
La calidad de sus imágenes, etérea, elusiva, sorprendentemente moderna, hacen difícil encontrar una expresión que describa con certeza sus daguerrotipos y algunos retablos de belleza clásica.
Vemos en todas ellas más allá de la utilización de cualquier técnica fotográfica la dedicación a crear secuelas, símiles que asemejen sueños fantásticos.
Sus fotogramas, imágenes negativas creadas por efecto de la luz sobre una superficie foto-sensible de papel, sin la utilización de la cámara, recrean el resultado aleatorio tan cercano a la disciplina surrealista.
Sus copias de columnas de humo en papel; sus pequeñas prendas de bebé hechas positivos en varios daguerrotipos, o negativos en sus fotogramas; sus paisajes de largo aliento, hablan del retorno a la semilla propagada por pioneros y estetas a mediados del siglo XIX.
Los antiguos métodos de trabajo están aún presentes en la fotografía artística si alguien se toma el trabajo de explorarlos. Adam Fuss ha unido la escuela clásica -daguerrotipo, fotograma- al desarrollo de la tecnología digital con gran éxito.
La exposición estará abierta hasta el 17 de abril del presente año.
Jacques Henri Lartigue, Caixa Forum, Paseo del Prado 36. Hasta el 19 de junio.
Esta exhibición del gran maestro francés podría llamarse simplemente Vivir y Fotografiar. Toda expectativa es recompensada en esta retrospectiva, en cuanto es un despliegue de buen humor y talento desbordante. Lartigue pone a la vista aspectos íntimos de aquellos a quienes los dioses han tocado no sólo con la gracia del ingenio, sino también con los medios económicos para vivir bien.
Lartigue, (1894-1986) pequeño duende fotógrafo desde los siete años, se inicia a principios del siglo xx y nos deleita a través de una larga y fructífera carrera artística. La exposición nos lleva por los mejores balnearios y capitales de Europa y nos deja entrever su vida privilegiada; siempre rodeado por gente encantadora y siempre cámara en mano.
Su trabajo es fuente constante de gozo y entretención mientras crea un completo catálogo fotográfico de una era ya extinta y un medio de vida específico. Su energía es evidente en todo lo que hizo y ahí donde estuvo allí vamos nosotros también para admirar su ojo de artista y su alegría de vivir.
Si lo anterior suena frívolo es porque su trabajo puede parecerlo al describirlo de tal manera. Que no lo es. Es una tremenda restrospectiva que hace honor al gran fotógrafo.
Lartigue, pionero, artista, diarista y hombre feliz, tiene destellos de genio evidiente en muchas fotografías memorables, con rostros y piezas escénicas de bella factura. Sobresale de entre tantas y tan buenas, una en especial, tomada en una calle de Londres en 1926. Toda la magia de la fotografía, su misterio infinito, está inscrito en esta instantánea callejera, que más que un retrato es una pintura de luz y plata.
André Kertész, Fundación Carlos de Amberes, Claudio Coello, 99, Madrid. Hasta el 10 de abril.
Tal vez por motivo de comparaciones, tal vez por el talante de las copias, que no son de muy buena calidad, la muestra de este grande de la fotografía mundial resulta un poco sosa.
Kertész, (1894-1985) gran maestro, hizo de su vida una larga carrera de artista; en Hungría de sus años mozos, en Paris de entreguerras y finalmente, hasta su muerte, en Nueva York.
Sus fotografías, aún las clásicas, aquellas que nos hacían soñar despiertos hace ya tiempos, tienen en esta exhibición un aire de lugar común difícil de evitar.
La raíz de esta anomalía, pienso, está en que la exposición está conformada por copias uniformes, a un solo tamaño sin variaciones, en papel moderno y no llevan consigo la pátina del tiempo, aquel tono de autoridad en la obra de un artista que se logra tan sólo con el lento paso de los años.
Todas las imágenes en esta muestra tienen ese aire de reproducción mecánica de donde está exenta la mano del artista. Es una lástima, ya que Kertész vive presente en todas las antologías de fotografía de nuestro tiempo.
Pero una cosa esperamos de las reproducciones bibliográficas y otra, muy distinta, es lo que ansiamos ver en las paredes que nos muestran la obra del maestro.