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ISSN 1989-4163

NUMERO 22 - ABRIL 2011

La Muerte de Madame Bobary

Juan Carlos Marzal

     Justo en el momento en que el sueño empezaba a vencerme, cuando mi pensamiento trasformaba la palabras del libro  en puras formas que iban perdiendo el sentido, ha sonado el teléfono. Me he levantado perezoso y hasta que no he descolgado el auricular no me he percatado de lo ajeno que era en mi rutina diaria que alguien llamase tan temprano. Al otro lado, como envuelto en las brumas de la misma mañana, se escuchaba una voz apenas inteligible:

- ¿Papá?

- ¿Javier?

- Papá, mamá está peor…

- …¿Y?...

- Ha pedido por ti. Quiere verte.

He intentado esconderme tras el silencio prolongando una pausa hasta encontrar una respuesta, Mi mirada se ha quedado retenida en la butaca sobre la que he dejado abierto el libro, incapaz de pensar. De repente, sin saber bien porqué, le he contestado:

- Está bien. En una hora estoy allí.

   Leí por primera vez Madame Bovary hace más de treinta años, cuando estudiaba en la facultad. Algunas veces y de manera esporádica, durante todo este tiempo, me han venido a la cabeza algunos fragmentos, especialmente el de la muerte de Emma, retorciéndose en su lecho de muerte. Hace unos meses un compañero del departamento mencionó el libro, no recuerdo exactamente porque motivo, y decidí rescatarlo del fondo de la librería. El mismo libro. Las mismas palabras, pero algo en esencia era distinto: Emma ya no era para mí la heroína romántica que luchaba contra el conformismo burgués y que moría víctima de la incomprensión. No, durante esta relectura he visto a Emma como una niña inmadura e inconformista, incapaz de asimilar la realidad. Inestable, neurótica y egoísta.

   Alrededor de las ocho he llegado al hospital. Justo en el momento en que salía del ascensor y a unos pocos metros de la puerta de la habitación, una extraña sensación me ha obligado a ralentizar mis pasos hasta detenerme. Luego, una fuerza interna, algo insondable, me ha dado fuerzas y he entrado.
   Laura estaba sola, en la única cama que había en la habitación, junto a la ventana. Tenía los ojos cerrados y al respirar el aire rasgaba tenuemente la garganta produciendo un sonido cavernoso. Me he acercado a la cabecera, con cautela, y en ese momento he sentido la mano de mi hijo frotándome la espalda. Luego se ha inclinado hacia ella y le ha susurrado:

- Mamá…mamá.

Ella ha abierto lo ojos, lentamente. Durante unos segundos han oscilado sin rumbo cierto hasta posarse en Javier. Luego ha dirigido su mirada hacia mí y la comisura de su boca se ha arqueado levemente intentando esbozar una sonrisa. Muy levemente, sí, pero he identificado en ella la sonrisa de siempre que durante muchos años había tenido olvidada. Ha extendido su mano y la ha puesto sobre la mía, sin fuerzas apenas, y he sentido como el aire se quedaba retenido en una apnea interminable, hasta que con mi otra mano he estrechado la suya. Entonces ha movido los labios, como si quisiera decir algo, y ha vuelto a cerrar los ojos.

   Después Javier y yo hemos permanecido en la habitación, junto a ella, observando el vaivén calmado y rítmico de su pecho al respirar y transcurridos unos minutos hemos bajado a la cafetería a desayunar. Hemos estado callados, sorbiendo el café con la mirada perdida en el primer sol de la mañana que entraba por el ventanal, y al volver a la habitación y a punto de entrar, una enfermera se ha acercado a nosotros para decirnos que hace unos minutos, Laura, había dejado de existir.

   Pienso en Emma Bovary, tumbada en su lecho, agonizante, aguantando los estertores de la muerte. En un momento de bonanza, esos que preceden a la muerte y juegan con la falsa esperanza de vencerla, se ha girado hacia el capellán y al ver su estola malva se ha sentido transportada de júbilo, alcanzando una efímera y reveladora paz. Cierro el libro en este punto y me quedo pensando en la belleza de su sonrisa, esa que jamás dedicó a su marido.
 

Muerte

 

 

 

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