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ISSN 1989-4163

NUMERO 22 - ABRIL 2011

Mi Traje de Flamenca - Mi Padre

Emy Luna

Es verano. Mi madre sube al trastero y baja mi traje de flamenca.
Una mezcla de miedo, emoción. Sale casi muerto de la maleta y va cobrando vida a medida que las sacudidas y el agua van despertándolo. Hay que probar si aun me queda bien. Mi corazón se encoje. Sólo hay que añadirle un nuevo volante. Respiro. Tras horas de plancha, a las que asisto casi sin respirar, mamá lo cuelga de su lámpara en una percha junto a la ventana. Pego mi espalda al suelo y siento en mí el leve vaivén de sus volantes con la brisa. Momento mágico, casi religioso, de intimidad absoluta, eterno. Solos él y yo. Mañana será de quien lo mire, hoy es mío.
Esa noche me dejan dormir en una cama plegable bajo él. Un cielo de lunares.

Tengo cincuenta años y algunas noches, cuando el sueño me obliga a cerrar mi libro, antes de apagar la luz me dejo llevar por el brillo acristalado de mi lámpara y aún puedo ver mi traje de flamenca balanceándose de ella, devolviéndome a mi niñez.

II Premio Algazara de microrelatos

 

Mi padre

     Mi padre es mayor, tiene ahora noventa y cuatro años, pero su mente esta lúcida aún. Es un placer hablar con él. La edad, lejos de hacerle un anciano recalcitrante, le ha vestido con un halo de tolerancia muy atractivo. Divaga sobre lo que parece ser una conversación prometedora acerca de su infancia, su tema preferido. Pertenece a una familia humilde de un pueblo sevillano. Con muchos esfuerzos consiguió una beca que le permitió estudiar medicina. Inició sus estudios en Sevilla y los acabó en Madrid un mes antes de que se iniciase la Guerra Civil española. El Alzamiento lo pilló en Madrid incrustándolo de lleno en uno de los dos bandos. En este punto preparo un café descafeinado y entre sorbo y sorbo me sigue desgranado una historia que, por más veces que la oigo, no deja de apasionarme: su historia.

     Cuando termina, apoya su barbilla en la mano y suspira. No ve; más que mirar, acaricia las cosas con sus ojos. Agradece poder distinguir los colores y los volúmenes al menos. Pero sé que echa de menos ver, en las tardes de primavera, las bandadas de estorninos bañando el cielo con caprichosas formas.

      Me pregunta si el sol da en la parte superior de los árboles. El corazón se me encoge cuando veo su cara esperando con ilusión  mi respuesta. Sonrío. Le describo, desde el estado enfermizo en que están las palmeras más viejas, hasta el número de flores que apuntan en el magnolio, como nenúfares voladores en la sombra. Y cómo el sol se filtra a través de los castaños de indias dorando sus copas.

Ahora, mis ojos tampoco pueden ver. Las lágrimas me lo impiden. El me ha dado su corazón para sentir y yo le he dado mis ojos para ver el parque.

 

 

Mi padre

 

 

 

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