Los expertos aconsejan, en caso de encuentro fortuito con un oso, no mostrar exceso ni de confianza ni de pánico. Lo que se debe hacer es mantener la calma. No es recomendable gritar ni echar a correr.
Muy fácil decirlo. Pero ¿cómo reaccionar cuando, agachado ante la rueda pinchada de tu coche, notas un aliento caliente y apestoso en tu nuca, te giras y ves un armario peludo de dos metros de alto que te mira con el mismo gesto que tú pondrías ante un plato de deliciosos percebes?
Mientras tu vida pasa rápido ante tus ojos (demasiado rápido, demasiado poco que contar, te dices, en un inesperado arranque de lucidez ante el abismo), reprimes tu confianza, controlas tu pánico, no gritas ni sales corriendo, que es lo que tu cerebro y tus piernas te están pidiendo.
Entonces, te agachas lentamente, coges la llave de tubo y, sorprendido de tu arrojo, le destrozas el cráneo al úrsido inoportuno de un rápido y certero golpe.
O eso es lo único que tu cerebro puede imaginar antes de que el oso, asustado por tus gritos de pánico y tu inútil intento de echar a correr (tu carrera sólo ha durado un paso, el que has podido dar antes de tropezar con la maldita llave de tubo), te devore.