Él estaba del lado de los vencedores, lo decía su uniforme, su cinturón, la pose erguida. La miró de arriba abajo, deteniéndose en sus pies. Ésta sí, dijo. Hicieron de la hacienda un cuartel general. Cuando se emborrachaban golpeaban el piano de cola y escupían sobre los cuadros de la pinacoteca. Durante varios meses entró regularmente en lo que habían sido sus aposentos, ahora convertidos en prisión. Le pedía que se quitara los zapatos, que le enseñara los pies. Ella obedecía. Si cerraba los ojos, veía el charco oscuro sobre el que yacía su madre. Su falda levantada grotescamente, enseñando la cara interior de las rodillas. No llegó a ver el cadáver de su padre, y eso era todavía peor. La joven permanecía muda bajo aquel cuerpo dominante. No sabía cómo se llamaba; todos le llamaba señor, y ella nunca se dirigió a él directamente. Había olvidado ya las gotas de sangre que corrieron por sus muslos tras el primer asalto. Gotas de sangre, similares a las gotas de vino que su familia había cosechado durante generaciones, y que en otros tiempos era símbolo de alegría. El hombre, una vez satisfecho, se quedaba dormido y ella observaba su perfil, el lunar de su mejilla. Pero pronto el desánimo se adueñó de él. Algo turbio crecía en su interior y soñaba con la mandrágora, con sus raíces con forma de recién nacido. Despertaba empapado en sudor. ¿Quién no desea lo que no posee? Camina, le ordenaba. Y ella se paseaba por la habitación, y daba vueltas y vueltas y vueltas. Inasible. Quería que, al igual que otras amantes que había tenido, reconociera su maestría. Quería un gemido, un suspiro. Quería que sus piernas se abrieran ansiosas y sus ojos mudos le llamaran. Quizás sólo quería que le amara, que curara así aquella debilidad enfermiza que ocultaba bajos sus rudos modales. Sigue caminando. Sigue. Así pasaban las horas. Las plantas de los pies enrojecidas. El frío dentro del cuerpo desnudo. Pídeme algo, hoy me siento generoso, le dijo una noche que estaba borracho. Ella permaneció en silencio; los ojos se le llenaron con la luz de las velas. Toda la luz y todas las sombras. ¿No me has oído? Insistió él. Ella eligió un vino que su padre guardaba en un lugar escondido de la bodega. Él mismo fue a buscarlo y se lo entregó. Se llevó la copa a los labios; el líquido corrió por su garganta. Sonrió al ir a besarla. Esta vez ella abría la boca, flor fresca, animal marino, pero los labios de él no obedecían. Su lengua había crecido hasta casi asfixiarle; la mandrágora llenaba su garganta. Las piernas le temblaron. Ella lo observó desnudo sobre la alfombra, todavía erecto. Hubiera deseado disfrutar de la venganza, pero sentía ya la sed de las caricias que había recibido como una estatua. La maldita sed que resquebrajaba sus labios. Que secaba sus ojos. Añoraba ya aquella piel asfixiando la suya. Se arrodilló junto al cadáver y lo acarició con ternura. Se tumbó sobre él, acoplándose a su cuerpo sin dificultad. ¿Existe amor más extraño? Se preguntó exhausta. Cabalgaba sobre él, pero a la vez seguía dando vueltas, desnuda, con las plantas de los pies heridas. Cuando se derrumbó sobre el cuerpo amado, odiado, vencido, su lengua rastreó aquella boca muerta buscando compartir los restos del vino envenado.