Ha sido una casualidad. Durante el último mes, continuando con la relectura nostálgica de la biblioteca paterna, me he enfrascado de forma casi obsesiva con los libros de caza que mi padre poseía de Miguel Delibes. Durante
estas semanas han caído bajo mis ojos: “Diario de un cazador”, “Con la escopeta
al hombro”, “El libro de la caza menor”, “Aventuras, venturas y desventuras de
un cazador a rabo”, “Viejas historias de Castilla la Vieja” y “El último coto”. De hecho, cuando saltó la noticia de su gravísimo estado (cuando la dan,
es sinónimo de agonía), me encontraba enfrascado en “Las perdices del
domingo”, el cual, según mi hermano, es su mejor libro de caza. Yo no estoy tan
seguro.
Hacía treinta años que no releía a Delibes. De hecho, un trabajo sobre su obra, en mi adolescencia, fue mi primera sensación de que a mí lo que me gustaba era escribir. Sin embargo, aquel trabajo fue tan exhaustivo
–con la lectura de la práctica totalidad de su obra hasta aquel entonces, más
algún estudio de tesis sobre su obra-, que quedé un tanto agotado del escritor vallisoletano.
Este último mes, sin embargo, tomé el “Diario de un cazador”, y volví a encontrarle el gusto a la prosa de Delibes. Sus palabros –el día de su fallecimiento leía un encabezado por internet en El Mundo en el que Pedro
Cáceres afirmaba que: “dentro de poco habrá que leerle con el diccionario en la
mano. Su mundo campesino ya desapareció”. No puedo estar más de acuerdo. A lo
largo de los libros que he releído estas semanas, me he encontrado con un
sinfín de términos completamente olvidados, o quizás nunca aprendidos: el ganchito, la
nava, el matacabras, la cellisca, los majuelos y rispiones… - han hecho que, en
efecto, haya tomado el gusto de saltar a veces al diccionario, cosa que hacía
muchísimo tiempo que no me ocurría, dada la prosa poco enriquecida que hoy
usamos casi todos los escritores.
Además del hecho de sorprenderme gratamente con ese castellano tan poco ciudadano, he ido disfrutando de sus relatos cinegéticos –venatorios, según él- por la España castellana. En pocas ocasiones sale de Castilla:
alguna excursión a Andalucía y una única a Mallorca (en “Las perdices del
domingo”, donde relató brevemente su única experiencia con la caza del conejo
con los podencos mallorquines). Como él mismo reconoce en uno de sus libros
sobre la caza, ésta ha estado tradicionalmente denostada por los intelectuales,
con algunas excepciones, como la Gasset y su ensayo “Sobre la caza”, donde,
según Delibes “queda dicho casi todo”.
En mi caso, he sido un cazador de segunda, pero reconozco que he disfrutado como un indio de esta relectura de sus textos ceñidos al tema. Frente a la frase que se escuchó mucho los días posteriores a su muerte, en la que se afirma que
Delibes refleja una España que ya no existe, ese hecho no ocurre con sus libros
de caza. Cualquier aficionado a la caza menor, puede releer el relato de sus
jornadas venatorias de los años setenta, ochenta y noventa e identificarse con
ellas como con las peripecias de la última temporada. Sólo existe una
diferencia evidente con los relatos de la postguerra, cuando los cazaderos eran libres
en casi todo el país.
Mi iniciación a ese deporte fue con un tipo de caza muy similar a la que él llevaba a cabo: por la meseta castellana y a rabo. Mi padre era un obseso de la caza al estilo Delibes. Eso significa: despertarse de
madrugada, recorrer más de cien kilómetros hasta llegar al coto, patear valles,
vaguadas, colinas y peñascos durante más de seis horas, y todo para, en el
mejor de los casos, disparar a cinco perdices –las patirrojas de Delibes- y a
algún gazapo o rabona. Como dice el escritor, es un éxito “partir con el
campo”, lo que significa, cazar la mitad de las piezas a las que disparamos. La
diferencia entre el novelista y mi padre era básicamente una: mientras Delibes
tenía un lado, digamos humano –son recurrentes sus comentarios sobre las
deliciosas comidas tras la agotadora jornada y también alguna referencia a la
bota de vino cae por sus páginas-, mi padre era de un carácter espartano que le
hacía aborrecer el vino y limitar sus (nuestras) comidas a unas mandarinas bajo
una encina y algún higo seco. Por todo ello, en poco tiempo abandoné la caza.
Dicho abandono ha durado casi treinta años, con alguna esporádica jornada.
Pero si uno pasea por las obras venatorias de Delibes y tiene alma de cazador, siente un vínculo muy especial con él que difícilmente alguien que no haya cazado puede compartir. Al cazador de verdad, como él
aclara, muy distinto del artificiero o fusilero, lo que le atrae es el campo,
la naturaleza. Como repite muchas veces, citando a Ortega y Gasset: “el hombre,
cansado de ser muy siglo XX toma la escopeta, silba a su can, sube al monte y
se da el gusto, por unas horas o unos días, de ser paleolítico. Y Delibes, en
su “Libro de la caza menor” añade: “la satisfacción del retorno, cuando el
hombre, cansado de ser paleolítico, silba a su can, toma su vehículo, pone proa
a la ciudad y se da el gusto por una semana de ser muy siglo XX.
Delibes ha pasado a la historia por sus novelas, pero él con lo que disfrutaba era con la caza y el relato y la reflexión sobre la misma. Como escribe en “Con la escopeta al hombro”: Para mí, escribir sobre asuntos de
caza constituye, en cierto modo, una liberación de los condicionamientos que
rigen el resto de mi actividad literaria”.
Durante estas semanas, he paseado con gusto por los páramos, las laderas, etc. con él, su hermano Miguel y el resto de la cuadrilla. En los libros postreros, también con sus hijos y yernos, a quienes he visto (leído)
abatir sus primeras piezas y contagiarse del “veneno” de la caza. Calado bajo
la lluvia a su lado, aterido por el cierzo, el matacabras, la niebla meona y
las nevadas, disfrutando de los días soleados, pero fríos, y luchando de poder
a poder con la difidente rabona, he gozado de jornadas memorables. Me he
angustiado con él y todos los de su cuadrilla con la casi extinción del conejo
por la mixomatosis y la posterior vírica, con la amenaza de los pesticidas y de
la mecanización desmesurada del campo que, en verdad, ha hecho más por la
extinción de la caza menor que los cazadores que, hoy día, -al menos los que se
merecen tal nombre-, son los principales valedores de su pervivencia. He vivido
con él durante estas semanas la evolución de la situación de los cotos
españoles: de la masiva preponderancia de los terrenos libres, a la práctica
inexistencia de los mismos, pasando la mayoría del campo español a estar
acotado. Él mismo fue impulsor de la nueva Ley de caza que sustituyó a la
decimonónica existente desde 1902 hasta 1970, siendo consciente de su necesidad
debido al cambio social español, a fin de preservar las especies nacionales.
Opino que, en otro estilo, forma junto con Rodríguez de la Fuente, el dúo más representativo del impulso del amor por la naturaleza que se desarrolló en España a partir de los sesenta. Y es mi modesta opinión que su
trascendencia es mayor que la del televisivo Rodríguez de la Fuente, ya que éste, lo consiguió sobre todo con los urbanitas, cuyo contacto real con el
campo es meramente turístico y esporádico, mientras que Delibes influyó en los
cazadores, de ciudad, sí, pero sobre todo del campo, en los tenedores de
tierras y en los legisladores, consiguiendo que todos ellos se percataran del
enorme valor, no sólo estético, sino también crematístico.
Es postura general de los que yo denomino "ecologistas de ciudad", atribuir efectos antiecológicos a los cazadores. Yo les recomendaría que durante una temporada -apenas cinco o seis meses-, recorrieran los cuatrocientos o quinientos kilómetros junto a un cazador a perro. Estoy convencido que escuchando sus reflexiones, compartiendo su visión de la naturaleza, cambiarían radicalmente sus planteamientos, simplemente por el hecho de ceñirse a la realidad viva del campo.