Si ingiero comida hasta reventar, me indigesto.
Si mantengo relaciones sexuales de manera indiscriminada y sin cuidarme, es muy probable que me contagie alguna enfermedad venérea.
Si ahorro hasta el último centavo que gano sin permitirme algunos placeres de consumo, llegará un momento en que descubriré que tengo demasiado dinero para una vida ya desperdiciada.
Si me mantengo inmóvil o me muevo con desgana perpetua, me echan del trabajo.
Si me enfurezco ante el menor inconveniente, en ocasiones hasta hacer que los demás me teman, me quedaré sola.
Si deseo destruir el éxito que no me pertenece y actúo para lograrlo, nadie querrá compartir sus cosas conmigo.
Si me manejo como si fuera invencible y no concibo la posibilidad de una victoria ajena, ganaré en buena ley la burla y el desprecio de los demás.
Si los analizo con frialdad, los castigos por caer en la tentación de los pecados capitales (gula, lujuria, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia) me suenan más a consecuencias negativas y lógicas de mis propios actos que al enojo de un dios ofendido.
Entiendo que resulta mucho más cómodo culpar a un tercero, sea dios o humano, que hacerse cargo de los propios errores. Nadie quiere admitir un yerro; todos preferimos decir me agarré sífilis porque él no usó presevativo o me agarré sífilis porque Dios castigó mi lujuria, antes que admitir me agarré sífilis porque soy una irresponsable.
El problema, el gran problema de pasarle nuestra cruz a quienes tenemos al lado es, aparte de la terrible falta de respeto que supone tirarle al otro una carga que no le corresponde, la pérdida de la propia libertad. Si le paso a otra persona la culpa de lo que hice, también le estoy pasando el derecho a decidir qué haré. Nada nos hace tan libres como la potestad sobre nuestras vidas.
Yo no sé el tuyo, pero mi dios me quiere libre. Y yo no sé vos, pero yo elegí a un dios que acepta y celebra mi libertad. Porque cuentas claras conservan la amistad.