No tengo una posición clara respecto a la situación procesal en la que se encuentra Roman Polanski. Pienso que la creación de grandes películas no exime a nadie de responder de sus faltas ante la justicia. Pero su inesperado apresamiento en un país en el que desde hacía muchos años contaba con una residencia –paradójicamente a raíz de ser invitado para recibir un galardón- me remite a esos criminales nazis a los que una buena mañana sacan del asilo a fin de responder de sus ya remotos actos, por ejemplo el exterminio de la madre del propio Polanski en el campo de concentración de Auschwitz.
Si acaso la última película del director polaco estrenada recientemente en nuestro país, “Ghost Writer”, traducida aquí como El escritor (El Negro hubiera sonado políticamente incorrecto), alimenta aún más mis dudas. Basada en una novela de Robert Harris, la película especula con la naturaleza de las servidumbres que un ex primer ministro británico mostró durante el desempeño de su cargo hacia los intereses estratégicos de Estados Unidos. Polanski nos presenta a un trasunto de Tony Blair, interpretado con eficacia por Pierce Brossnan, sobre el que se estrecha el cerco de la justicia internacional y que corre el riesgo de ser apresado si osa abandonar su país de acogida. A nadie se le escapa que la situación del político británico constituye un reverso de esa otra en la que se halla el propio Polanski, impedido de viajar a Estados Unidos por temor a ser apresado por delitos sobre los que en su día no respondió.
Aunque la rumorología apunta a un deseo por parte de las autoridades de Suiza de congraciarse con el tío Sam para evitar ser señalada con el dedo por su condición de paraíso financiero tras los recientes desmanes bancarios, resulta cuando menos llamativo que el director polaco fuera apresado al poco tiempo de acabar el rodaje de una película que mete el dedo en el ojo a las altas esferas que constituyen el entramado de poder anglosajón. De hecho, se vio obligado a montar la cinta ya en situación de arresto domiciliario.
Todo un desconcertante cúmulo de casualidades, sin duda, con un denominador común: el irritante sobrevuelo de un fantasma con forma de pasado acechante y la dificultad de evadir la responsabilidad sobre los propios actos, que acaba por minar a sus protagonistas y que distorsiona o incluso choca con la imagen pública que se pueda tener sobre ellos. Uno diría que Polanski se ha propuesto subvertir el ya manido tópico, ése que dice que la ficción supera a la realidad; ¿o era al revés?