Ha sido habitual en la historia de la literatura, que el sujeto extraño a un medio determinado obtuviera una visión mucho más precisa e intensa de la que pudiera dar cualquiera de los integrados. Alguien es un integrado cuando de sujeto pasa a ser objeto, por cosificarse con la escena por la que transita.
Así que, en infinidad de ocasiones, homosexuales, judíos y masones han dado con el "santo y seña" que abría la puerta a todo lo que permanecía oculto a los ojos de la mayoría, por considerarlo sabido y natural. Unos en razón de su disidencia en la orientación de su deseo sexual, otros en el de su voluntad religiosa o en el de su ausencia y otros, en fin, por sus inclinaciones políticas liberadoras y progresistas han dado la vuelta a la trama del bordado de una sociedad autoritaria, jerarquizada hasta la histeria y arbitraria. En definitiva, un espacio de convivencia inhumano, ya que lo humano tiene que ver con lo diverso, horizontal y democrático.
No hay que olvidar, que los masones, principales promotores de independencia norteamericana de la metrópoli y redactores de la constitución de 1776, afirmaban que la principal obligación del gobierno era llevar la felicidad a sus ciudadanos.
Ahora, las mujeres y los inmigrantes nos enseñan la estructura machista y xenófoba de nuestra articulación social. Sus voces traen un discurso lleno de sentido, y una alternativa que de concretarse logrará mayores niveles de satisfacción colectiva. Todo ha sido descubierto por su mirada de extrañados ante la amodorrada complacencia general.
Pero probablemente el espacio más ajeno para cualquier ser vivo es el campo donde se asientan los muertos. Con certeza nadie ha logrado transitar ese camino y volver a contarlo, salvo que demos por ciertas las fantasías alucinatorias de los relatos semíticos contenidos en el nuevo testamento. Sin embargo, nuestro autor ha andado muy cerca, porque observa y describe las sinrazones y revelaciones de los allegados, de los enemigos y hasta de los indiferentes a muertos concretos. Todos sabemos por experiencia propia, que morimos un poco con nuestros muertos odiados y queridos.
Él utiliza la técnica literaria de presentar a una tercera persona como relator de los hechos descritos. El procedimiento aleja al autor de lo contado y refuerza la sensación de objetividad, consiguiendo que acontecimientos imposibles parezcan reales y, por el contrario, resta verosimilitud a lo sucedido realmente. No se puede ganar siempre.
En este terreno de la real y lo posible, nuestro autor, Peter Crock se maneja con indudable soltura ya que cuenta con la desinhibida fluidez verbal de los hombres del Sur. Porque a pesar de su misterioso heterónimo, Peter es cordobés.
Nos enfrentamos en estas páginas a un relato diacrónico, pero que a veces retoma tiempos pasados ya que así lo requiere la historia. Es como una novela en la que los personajes, siempre bien perfilados, entrelazan los diferentes episodios que tienen sentido independiente. Éstos se suceden en único escenario insólito, que acaba por resultarnos familiar y metidos en faena nos explica que no todas las muertes son iguales, ni parecidas siquiera, y que con el paso del tiempo la consideración de la muerte y los muertos varía mucho. Un relato que confirma lo que ya intuíamos, que la realidad imita a la literatura.
Un libro actual y contundente como las letras del rapero sevillano Tote King. Un buen libro para leer en compañía, sentirse arropado en las descripciones más duras y sórdidas, y para poder comentar las muy hilarantes escenas que se dan tanto en el espacio de la vida como en el de la muerte.