Hace unos años, el actor Daniel Day-Lewis decidió romper
con su novia por fax. Supongo que, de haber ocurrido el
incidente ahora, le habría enviado un SMS, más que nada
para ahorrar dinero y tiempo. La tecnología, que tanto
parece haber facilitado las relaciones humanas, también
parece haberles podado encanto y romanticismo, reduciéndolas
a poco menos que los huesos. Algunos SMS, con su ortografía
amputada y su sintaxis ortopédica, son algo así como el
mínimo común divisor del sentimiento amoroso ("T KIERO"),
telegramas instantáneos, ecuaciones eróticas donde el
remitente apenas logra indicar otra cosa que su urgencia.
En menos de un siglo, hemos viajado del telégrafo al
SMS, pasando por el mensaje telefónico y el correo electrónico.
Cuando el "Titanic" se hundió, después de chocar con un
iceberg, el telegrafista aún tuvo tiempo de radiar un
SOS: uno de los primeros mensajes de socorro de la telegrafía
sin hilos. En septiembre del 2001, algunos de los pasajeros
secuestrados en los aviones que acabarían por decapitar
las Torres Gemelas, pudieron lanzar, gracias al móvil,
los últimos y desesperados mensajes de despedida a sus
seres queridos. El pequeño latido del teléfono en el pecho
sonaba con la diástole distante de un corazón que se apaga.
Cambian los medios, las ondas, las redes, pero una despedida
sigue siendo una despedida.
Durante mi niñez, algunas tardes subía al piso de arriba,
donde una vecina me prestaba tebeos atrasados. Su marido
era un anciano venerable, uno de los primeros radiotelegrafistas
de la marina mercante española. Una noche de 1912, en
medio del Atlántico Norte, había oído, cruzando la noche
fragorosa del océano, tiritando frenéticamente bajo sus
dedos, el solemne SOS del "Titanic". Ya apenas veía y
casi no hablaba, pero, desde que me lo contó, estar con
él, hojeando los tebeos que su esposa me guardaba, era
como visitar un pecio vivo del siglo XX.
Muchos años después, durante mi juventud, viví el naufragio
de un noviazgo que se fue hundiendo a cámara lenta. Una
pasión meteórica, fugaz como un cometa, uno de esos amores
de combustión interna que, por su propia naturaleza ígnea,
no puede durar más allá de sus cenizas. Ella se fue a
Londres y, al principio, en los primeros meses de fuego,
nos escribíamos cartas incendiarias que cruzaban el cielo
con puntualidad aérea. Eran misivas decimonónicas, llenas
de recovecos, de circunloquios, de mensajes secretos:
toda una retórica desgastada que venía envuelta en tinteros,
plumas de ganso y candelabros, desde una época a punto
de extinguirse, donde el cartero llevaba, en su mochila
de cuero, trozos de corazón humano.
Luego sus cartas se fueron distanciando, goteando, hasta
que no hubo más, y tuve que recurrir al siglo XX: al teléfono.
Me gasté una verdadera pasta sólo para farfullar, en mi
pésimo inglés, con el hotelero que la alojaba o el dueño
del restaurante en el que trabajaba, si sabían dónde estaba,
qué pasaba con ella, dónde se había metido. Y a mí qué
me importaba, decían con razón y con perfecta dicción
británica. Cuando regresó a Madrid, no quedaba una sola
ola del naufragio y su corazón estaba más frío y lejano
que las calderas del "Titanic", hundidas en su sueño eterno
a más de cuatro mil metros de profundidad. Nunca aprendí
inglés.
En ocasiones me pregunto qué hubiera pasado con aquella
historia de amor si la tecnología hubiese dado unos años
antes el salto definitivo a internet y al móvil. Seguramente
nada, porque el amor viaja sin necesidad de hilos, cables
o redes, y el olvido también. Al menos me hubiese quedado
la esperanza de sentir la estocada mediante un breve y
afilado SMS ("PASO D TI"), de llegar al naufragio con
tiempo de lanzar, quizá, los botes salvavidas. Una carta
siempre deja esperanzas, pero un SMS es como la biopsia
de un informe médico: expeditivo y mortal. Al menos, la
novia de Daniel-Day Lewis tuvo la suerte de recibir un
fax.