Hay países que te libran de la inquietud de una bofetada:
basta con aterrizar y recibir la primera bocanada de humanidad
contante y sonante como para que al viajero se le quite
la tontería occidental; en otros, sin embargo, la terapia
es más gradual: la melancolía se adormece un poco, se
respiran unas bocanadas de aire glaciar, se observa el
cielo enrejado por la maraña de cables de tranvía y se
vuelve uno a casa más relajado. Obviamente La India pertenece
al primer grupo y Suiza al segundo.
Siempre que uno comienza un viaje, algún recuerdo, muchas
veces un estereotipo, aflora desde el subconsciente. Camino
de Suiza, se me ocurren dos. Primero, el romanticismo
de Hans Castorp, el joven más herido en el alma que en
el cuerpo que acudía a una clínica suiza en una de las
mejores novelas de todos los tiempos: La montaña mágica,
de Thomas Mann. Segundo, la lapidaria frase del cínico
Harry Lime que interpreta Orson Welles en El tercer hombre,
en la que dice que la sangrienta Italia de los Borgia
dio lugar a Leonardo, Miguel Ángel y el Renacimiento,
mientras que los quinientos años de democracia, paz y
amor en Suiza produjeron el reloj de cuco.
Pero la realidad siempre va por otro lado, y pronto nos
encontramos embebidos en el frío de Zurich y nos olvidamos
de Castorp, Welles y demás mitología. De hecho, pronto
nos enteramos de que los suizos están obligados a cumplir
tres semanas anuales de servicio militar obligatorio.
Aquí la civilización llega hasta donde la naturaleza
lo permite: a 2.000 metros de altitud, en el puerto de
Kleine Scheidegg, junto a la parada del tren cremallera,
se percibe la misma tranquilidad que en las aseadas calles
de Zurich; pero un poco más allá se adivinan las fronteras
del mundo civilizado en la base del kilómetro y medio
largo de altura de la cara norte de Eiger o en los seracs
suspendidos.
Es un auténtico privilegio dar cuenta del típico rancho
germano (salchicha, sauerkraut y cerveza) frente a la
Eiger-Nordwand, la cara norte de la montaña que los suizos
llamaron "Ogro". Pocos lugares arrostran tanto malditismo
alpino como esta pared. Como si fuera un lienzo gigantesco,
Heickmar, Harrer, Terray, Lachenal, Bonnington, Messner,
Habeler o Steck han trazado parte de sus vidas verticales
sobre esta imponente pared. Algunos, como los maños Rabadá
y Navarro, se quedaron en ella para siempre.
Al día siguiente, Los Alpes no nos dejan ni acercarnos.
Una nieve suave y constante cae sin tregua sobre las tranquilas
calles de Berna. Toca refugiarse en los bares, donde de
día el café estimula y de noche la cerveza aletarga. No
parece que sea un problema para esta mezcla de suizos
y españoles que formamos, todos buenos comedores y bebedores.
Pero los días pasan con rapidez y el tiempo se nos acaba.
A diferencia de Rabadá y Navarro, a diferencia de Hans
Castorp, poco después nos subimos a un avión que nos devuelve
a casa.