Una vez, siendo niño, me perdí en Bilbao. Desde entonces
esta ciudad despierta en mí atracciones y reservas a partes
iguales. Sin embargo, he de reconocer que el canto de
las sirenas se ha impuesto a toda cautela, invariablemente,
desde que tengo uso de razón, lo que sin duda para algunos
denotaría un uso deficitario, razonablemente; y hasta
hoy, porque ese es el motivo de que haya aceptado esta
cita, en este lugar, a esta hora, a estas alturas de mi
vida.
Hay un principio cartesiano según el cual la forma o
circunstancias en que se producen hechos primordiales
en la vida de una persona, determinará sus particulares
inclinaciones y respuestas ante experiencias similares
en el futuro. Quizás eso es lo que me sucede. No lo sé.
Es como si me hubiera nacido una rosa con forma de laberinto
en la zona del pecho. Ciertamente, lo que al final nos
queda de una ciudad es lo que vivimos en ella. Como quiera
que mi primera experiencia íntima con Bilbao fue tan aventurada,
ya no he sabido sino extraviarme de todo corazón.
Solté la mano de mi madre y me lancé a explorar las
Siete Calles. Claro que entonces yo no sabía cuántas eran
ni me importaba lo más mínimo. Todo lo que contaba para
mí se reducía al sistema binario: un padre, una madre;
una bata de colegio, una señorita Azucena; un recreo,
un balón de curtiz; un hambre voraz, un bocata de mortadela;
una pataleta, un vete a dormir sin ver la tele... Si en
el binomio mano de madre más mano de hijo suprimimos uno
de los dos términos, el resultado arroja un hipo elevado
a la enésima potencia de la capacidad torácica del mocoso
que yo era, partido por una cantidad nada despreciable
de mamás dispuestas a adoptarme. Hasta que, a fin de cuentas,
apareció la que yo invocaba con desesperación.
Me he perdido más veces y con peores consecuencias, incluso
sin haberme sustraído al contacto con las coordenadas
espacio-temporales. Se puede ingresar en el laberinto
sin necesidad de dar un paso, aun sin cambiar de postura;
en ocasiones basta con atender una llamada de teléfono,
o con rasgar un sobre del buzón, o, como en este caso,
con abrir un correo electrónico. Ha bastado un solo clic
sobre el icono de Enviar y recibir, para que un intrincado
sistema de corredores y pasillos, encrucijadas y galerías,
muros y estancias cegadas se erigiera entorno, cimentado
sobre un texto breve, casi anodino.
Hola, Jose, decía el mensaje, soy Eva, no sé si te acordarás
de mí… Eva, ¡cómo no acordarme! Por lo visto había leído
mi entrevista en el periódico y le había gustado saber
que sigo escribiendo. También había buceado en mi página
web y confesaba estar impresionada. Quería comentar conmigo
todas estas cosas, para lo que me dejaba su número por
si me apetecía llamarla alguna vez. Bueno, tú verás, concluía
su telegráfica reaparición. Enhorabuena, poeta. Besos
de Eva.
Eva cual Nefernefernefer retornada de la gruta de los
embalsamadores... La sola mención de su nombre evoca en
mí ecos de seducción y prevención de la misma especie
que la ciudad de nuestros derroteros, cuya quietud y oscuridad
explorábamos, nosotros los amantes, como peces eléctricos,
extraordinarios y monstruosos, en noches abisales. Luego
buscábamos refugio en una casa de piel, levantada con
caricias, donde dormíamos abrazados. Pero al despertar
abría los ojos indefectiblemente en plena caída libre,
porque la sima se había prolongado al lecho. En la distancia
puedo recordar que el precipicio ya se asomaba a aquellos
ojos, y fue precisamente esa frialdad en la que me despeñara
una y otra vez lo que me atrajo.
No lo pensé dos veces. El azar me ofrecía la posibilidad
de despojarme de rancios lastres sin resolver. Una breve
llamada sirvió para fijar el encuentro al día siguiente,
para charlar y asistir juntos a un concierto en el Teatro
Arriaga. Esa misma noche tuve este sueño: Es un atardecer
incendiario en un erial con palomares de adobe. Uno de
estos edificios sobrecoge por sus dimensiones, reproduce
a escala descomunal una versión tosca y ruinosa del Teatro
Arriaga, delante del cual está Eva, embutida en un mono
de cuero negro. Trato de llamar su atención. Le arrojo
mis llaves, que caen a sus pies. No las recoge. Me mira
indolente, masticando chicle, al tiempo que se abre los
cueros y, medio desnuda, se acuclilla para mear. Quiero
decirle cómo me siento, cómo cuando se fue me quedé hecho
una piltrafa, y que desde entonces no había pasado un
solo día sin que sintiera la necesidad de borrarme la
rosa tatuada en el pecho. Tengo tanto que ofrecerle que,
si me diera la oportunidad, pondría al servicio de su
encanto (y su escatología) mis rudimentos de mitómano
flagrante, este tragilirismo impostado, un efectismo pseudo-ornamental,
y/o el realismo más guarro. Mas las palabras se resisten.
El largo reguero de orina se ha tragado las llaves y anega
mis botas. Yo sólo consigo arrancarme los gorgoritos del
Aria nº 14 de la Reina de la Noche (muy bien entonada,
por cierto), que provoca un zureo de palomas.
Al hollar Bilbao, la rosa de mi pecho se abre con el
aroma pleno de un tiempo de errabundia. Volver a esta
ciudad es volver sin remedio a aquélla de orines porticados
y cieno abierto, de letanías y polvos patrullados en el
parque; aunque hoy ofrezca otra cara, más amable sin duda,
no necesito emplearme a fondo para rastrear, para añorar
incluso, las huellas de tantos pasos perdidos.
Creo que eso es lo que estoy tratando de averiguar, hasta
qué punto me reconozco en ese arco de personas y facetas
sucesivas, tendido entre el poeta adolescente y el que
ahora escribe. Yo le llevo la ventaja del tiempo, él me
saca la de la intensidad. Lo que nos une, lo que todavía
compartimos, porque ha crecido con nosotros como una marca
de nacimiento instalada debajo de la piel, a la altura
del pecho, es la atracción del abismo. Entre ambos se
establece un diálogo árido y melancólico, dulce y acíbar,
que encuentra su trasunto en el duelo vehemente y tierno
del violín y la viola en la Sinfonía Concertante. La música
nos asiste allá donde las palabras no alcanzan. Somos
violín y viola, concertados por la mujer que se sienta
a mi lado y sonríe en la penumbra del teatro cuando le
tomo la mano para completar el binomio, y, sin embargo,
ignora que es ella quien concita la reunión de sendos
esclavos felices, quien ha forzado esta pirueta del azar,
encogiendo el tiempo, abocándome inopinadamente a la salida.
Siempre supe que acabaría rebasando el umbral y sería
libre al fin. Lo que no imaginaba es que, llegado el momento,
una parte de mí recularía ante el resplandor, desganado
como un Minotauro empedernido, resistiéndose a abandonar
el aire viciado de su dédalo; mientras otra parte pugnaría
por abrirse paso a través de la crisálida. Más duro es
admitir de nuevo mi desorientación, no distinguir el adentro
del afuera, y aceptar, finalmente, que todo sigue reduciéndose
al sistema binario: una mano de Eva, una mano adánica;
un violín, una viola; un Mozart, un Arriaga; una música
oficial del Paraíso, una música oficial del laberinto.