Me topé con aquel ejemplar un mediodía en el bar de la Estación. Ya sabía de la existencia de aquellos extraños animales, pero nunca antes había visto uno en directo, a pesar de su predilección (y la mía) por los bares y establecimientos de bebidas en general. Y eso que me había preparado a conciencia: había leído las excelentes páginas que David Hume le dedica en su Catalogue of the English Pubs (1635) –donde ya advertía del insólito comportamiento y los peligros del Youknow, como él mismo lo bautizó-; había revisado documentales, ensayos de zoología, incluso estudios de mitocrítica y folklore (así descubrí, por ejemplo, que en las Antillas y otras regiones de Sudamérica lo denominan Elquesiemprevelayatacaconpalabrashueras). Pero nada. La suerte me era esquiva.
Hasta aquel día. Me encontraba acodado en la barra, recomponiendo mi resaca con unas cervezas, cuando lo vi. Enseguida supe que era él por su complexión débil (por no decir exangüe) y su aspecto desaliñado, pero sobre todo por aquellos ojos siempre alerta, fríos, calculadores, y su perenne palillo entre los dientes. Está de caza, me dije, recordando los sabios comentarios que Félix Rodríguez de la Fuente ofrecía en el capítulo que le dedicó en su recordada serie Mis queridas alimañas. Pedí otra cerveza y me dediqué a espiarle en silencio, fascinado por su sorprendente conducta.
No tardó en actuar. Un cliente incauto se había colocado junto a él. Y el Sabeloquetequierodesí inició una conversación que rápidamente acabó convirtiéndose en un monólogo que la víctima (no puedo llamarla de otro modo) no podía más que acompañar con monosílabos, a la vez que tenía que soportar continuos golpecitos en el hombro acompañados de un constante “¿Sabeloquetequierodesí?”. Una cháchara inconexa e inacabable que sólo interrumpía para pedir nuevas consumiciones, que, como pude comprobar después, él no pagó.
Aquel pobre incauto no tardó en marcharse, pero el Sabeloquetequierodesí no debía estar completamente saciado, puesto que inmediatamente se sentó en una mesa cercana en la que tres tipos con aspecto de estudiante discutían acaloradamente. Aunque al principio no le hicieron caso, el Sabeloquetequierodesí puso en práctica todas sus artes y no tardó en monopolizar la conversación. Como diversos zoólogos han demostrado, no importa de qué se hable –física cuántica, el teatro en verso tardomedieval de la Baja Sajonia, cine mozambiqueño-, el Sabeloquetequierodesí siempre acaba metiendo baza y, sobre todo, gorreando –como así fue- de lo que sus víctimas comen o beben. Cuando acabó con las existencias de los estudiantes, volvió a su lugar en la barra, sin abandonar su actitud acechante.
Y si bien aquellas terribles escenas de caza me pusieron la carne de gallina por su crudeza, no puedo ocultar que también despertaron mi atracción. Incluso cuando, en un momento de despiste, se abalanzó sobre mí y consiguió, todavía me pregunto cómo, que le invitase a tres rondas de tinto, unos callos y un pincho de tortilla.
He vuelto en varias ocasiones al bar de la Estación. Y el Sabeloquetequierodesí siempre estaba allí. Y me he sentido bien al verlo. Llámenme sentimental, pero desde la primera vez que lo contemplé me apercibí de que la maldad estaba ausente de sus acciones. Ni David Hume ni Rodríguez de la Fuente habían sabido captar la verdadera esencia del Sabeloquetequierodesí. Bajo su aspecto repelente y sus zafios modales, se oculta un superviviente. Un tipo solitario que, finalmente, lo que busca es conversación (y unos vinos). En cierto modo, me vi reflejado en él.
Ahora entiendo las cariñosas palabras que Abulio Esquiusmi, el laureado poeta madrileño, dedicó al Sabeloquetequierodesí en uno de sus más bellos poemas, “Removiendo los lodos del pasado voy y encuentro mi patito de goma, que había perdido en un traslado” (recogido en su libro Siento un a modo de ahogo bustal, 1997):
Recuerdo
con pasión la multitud de horas
que en mi juventud dediqué al trasiego
de alcohol en los bares.
Esta noche en casa, mientras me sirvo un whisky
y el líquido dorado se desliza por el vaso,
inagotable, imperecedero
y venerable,
vuelve a mi mente la figura del
Sabeloquetequierodesí,
mitad ser real, mitad quimera,
que esperaba, agazapado al final de la barra,
un poco de humana relación.
Sabeloquetequierodesí,
nombre familiar y, a la vez, extraño.
[...]
Y hubo un tiempo,
poco después de volver de mi buscado destierro,
que los bares cambiaron:
ya no encontraba en ellos el calor -ese amable calor que proporcionan
el whisky,
la conversación
y el ruido-
ni el placer de ingerir la bebida en compañía.
Y sin embargo, allí estaba él:
el Sabeloquetequierodesí.
Rechazado por todos, sí,
pero fiel a su lugar en la barra.
Y fue aquel día cuando me acerqué y le hablé.
Y aquella fue la única certidumbre que al fin adquirí en mis juveniles borracheras:
jamás volvería a beber solo.