Hasta no hace mucho los grandes almacenes fusilaban tendencias
de las pasarelas. Sólo se podía anotar en una libreta
cuidadosamente los datos de los vestidos de una colección
pero, si los guardias veían a alguien dibujando o garabateando,
se lo quitaban todo y le dejaban únicamente con sus -muy-
tristes recuerdos.
El precio de los vestidos en exhibiciones para clientes
variaba. Más para los grandes almacenes, como unas diez
veces más; un poco más, el triple o cuádruple, para tiendas
pequeñas y selectas que no los copiarían en masa, y el
precio exacto para las clientas particulares que se pondrían
el vestido en casa y lo volverían a colgar en el armario
sin repetir vestuario nunca más.
Luego estaban las redactoras de Vogue que, además de
escuálidas por tendencia, lo son por mal pagadas -¡madre
de dios, cuando quiera que me contraten en la revista!-,
se sacaban un sobresueldo que gastaban en zapatos/bolsos/comida/alquiler,
robando -literalmente- prendas de los showrooms que luego
traspasaban en un par de bolsas negras y que llegaban
a Zara, a redacciones de revistas menores no invitadas,
a clientas que se hacían con las prendas por modistas...
Y para quien no podía pagar tales métodos, quedaban escasas
opciones. Patrones o la nada.
Claro que la gente puede pensar que la moda es frívola.
Y olvidar eso o que la Revolución Industrial prosperó,
en gran parte, por los telares. Mon dieu!