Estoy convencido de que la literatura vive en un estado
de permanente emergencia. La industria editorial, casi
en su conjunto, dejó de apoyar a los autores noveles que
enfrentan su trabajo con honestidad, para promover un
tipo de producto pseudoliterario que rebaja la percepción
general de lo que antes se entendía como literatura. Ahora,
por ejemplo, David Trías, editor de Plaza & Janés (del
grupo Random House Mondadori), proclama con descaro la
conveniencia de la novela como producto consumible, mientras
que el “mundillo literario” aplaude la concesión del Premio
Cervantes a un escritor, como Juan Marsé, que plaga sus
novelas con adverbios terminados en “mente” y cuya obra
supone el estancamiento de un género que sigue los cánones
del siglo XIX. Y es que la banalidad y la simulación de
la Civilización Supermoderna lo empapa todo, hasta el
punto de equiparar el éxito de ventas con la calidad.
Hoy las historias de contenidos superficiales, bajo una
deficiente forma y sin fondo, son las que reinan en el
panorama literario, mientras asistimos a la derrota de
la Gran Literatura.
Da la sensación de que una parte de los involucrados
en el proceso editorial (escritores, agentes literarios,
editores, críticos y periodistas), están planeando y ejecutando
la muerte de la literatura, su asesinato, mientras los
lectores, alienados por la simulación, aplauden como si
estuvieran viendo tal acto sentados frente a un televisor.
Es la “cultura del entretenimiento” la que se superpone
a la “cultura del pensamiento”, donde enanos mentales,
como Francis Fukuyama, tan festejado por los medios de
comunicación de masas, son los grandes pensadores de la
Época Supermoderna.
Pero dicha civilización parece que naufraga, en la propia
crisis generada por la ausencia de valores espirituales,
cuando el Becerro de Oro que todos idolatran se desquebraja
como el mismo modelo económico en el que se sustenta.
Y aquí la historia bíblica toma la forma de la parábola
para repetirse en los tiempos de hoy, con un dios supletorio
que nos conduce hacia la distopía. Ésta es nuestra civilización
fracasada, la Humanidad ante el callejón sin salida, donde
el ídolo monetario refulge con el fuego de la avaricia
y la especulación, y donde la literatura, como un apéndice
corrupto, rebaja su esencia para ir a la búsqueda exclusiva
del logro económico, y así mostrar su rostro más siniestro.
Ante lo arriba expuesto, hago de mi palabra un grito
para promover una nueva “literatura independiente” que
ha de enfrentar, criticar y señalar, los males de la Época
Supermoderna y su banalidad, para así alejarse de la inercia
que supone la muerte de la literatura. Como escritores
tenemos que recuperar, con esfuerzo y dedicación, los
espacios que nos están robando, encontrar nuevas estrategias
para la supervivencia y no desistir en mostrar muestro
trabajo al mundo. Para ello, hay que crear editoriales
independientes (las nuevas tecnologías de impresión propician
dicha vía, cuando negocios como “Lulu.com” o “Bubok.com”
son salidas demasiado fáciles y, por tanto, bajo el influjo
de la mediocridad), autogestionar nuestra obra, formar
colectivos y grupos que dejen de mirar hacia el fondo
del callejón sin salida, y así hacer que nuestra voz permanezca
y sea escuchada; es indispensable suscitar la ruptura,
crear el espíritu crítico que nos distinga frente a los
narradores de lo banal, y recuperar la palabra: porque
el paso del tiempo siempre hace justicia a los que no
la traicionaron.
Ahora que el negocio editorial se está transformando,
gracias a las nuevas tecnologías de impresión, más la
venta y promoción de contenidos literarios a través de
Internet, podemos ir de manera resuelta al encuentro de
los lectores. Es necesario, en consecuencia, establecer
los procesos de divulgación y promoción que nos permitan
evadir el anonimato, y presentarnos como una alternativa
literaria independiente. Cualquier iniciativa es mejor
que quedarse con los brazos cruzados, pues podemos vender
nuestro trabajo, además de por Internet, en las calles,
plazas, librerías, centros culturales, cafés y bares de
nuestra ciudad (así como lo hacía, por ejemplo, Georges
Bataille con sus ediciones caseras en la noche parisina).
Es posible, les aseguro, vivir de la literatura sin rendirse
a la superficialidad, sin tener que abandonar nuestros
principios de honestidad literaria ni claudicar ante los
equiparan el libro, como producto, a una hamburguesa de
McDonalds´s o una lata de Coca-Cola.
Siempre es duro nadar a contracorriente, ser marcado
y mirado con recelo por los traidores de la palabra, pero
incluso así merece la pena continuar. Es el simple acto
de esta rebeldía el que nos diferencia, el motor de la
ilusión que pretenden pisotear, cuando el camino embrozado
al que nos arrojaron se convierte en el estímulo para
avanzar hacia el futuro.
Hoy, sin duda alguna, es la hora de luchar por este gran
sueño.