Esta muchacha un poco alocada y un mucho pizpireta es
una suma viva de contradicciones. La nariz entrometida
y detectivesca no se aviene con la sonrisa socarrona de
la boca. La frente irreflexiva no casa con el mentón,
cuya sólida construcción parece hecha a propósito para
encajar una mano cerrada y pensativa, a ser posible de
mármol. Incluso el nombre, que sugiere lirios y miriñaques,
gasas y dulzuras, nada tiene que ver con la masacre viril
del apellido, un histórico revoltijo de fango, trincheras,
cantimploras agujereadas y gas mostaza. En una palabra:
Europa.
Sin embargo, no hay nada viril ni europeo en ella. Por
todo su cuerpo flota un aura de inquietante feminidad,
procedente, tal vez, de los ojos, pero sobre todo de la
piel, que resplandece como leche fresca, como nieve al
mediodía. Es una piel para contemplar a media luz, en
la penumbra del dormitorio, y sin embargo capaz de resistir
la potencia de los focos y el chisporroteo obsceno de
los televisores. La educación, las buenas maneras, la
ropa alegre, el léxico preciso intentan civilizar su piel,
pero ella no se deja. Se viste de Verdún, pero se desviste
de Lorena. Esa antítesis deja escapar un extraño aroma
a selva amazónica, a tribu, a río ecuatorial, a barro,
a ceremonia iniciática, aunque no hay nada ni remotamente
amazónico ni fluvial en las formas ni en las facciones.
Desde luego, es una mujer que sabe vestirse. Sabe además
– pero no por estudios ni por instinto, sino por puro
y simple sentido común– que un cuerpo desnudo sólo incita
al caballete y que la libido masculina es un niño al que
le gusta abrir regalos. Por eso habla tanto de lencería,
medias, sostenes, anillos, maquillaje, tacones y otros
juguetes. Por eso sabe cómo realzar cada uno de sus hombros
de manera que parezcan un enigma, una adivinanza, uno
de esos dibujos inconclusos en los que hay que unir los
puntos de un solo trazo. Desnudo, el hombro izquierdo
emula a un muslo, a un escote italiano. Tapado, el hombro
derecho, se incendia con asimétrico impudor.
Es impresionante la cantidad de erotismo que acumula
la línea de ese hombro desnudo, cuando las venas de la
garganta y la filigrana del omóplato parecen dibujados
por el pincel japonés de la imaginación: una tierra de
nadie entre el vestido y el aire, entre la nieve estrechable
de los brazos y la nieve estrangulable del cuello. El
asesinato, el perdón, la desesperación, la furia: todas
las fantasías masculinas se agolpan entonces en el mando
a distancia.
Habla de sexo mientras las manos revolotean incesantes,
nerviosas como pájaros enjaulados. Habla y habla y las
cosas que dice no se corresponden del todo con la mirada
limpia y con la sonrisa de qué te creías. Los gestos son
explícitos, casi indecentes, pero las manos siguen siendo
inocentes, delicadas, expresivas y bellas: un par de abejarucos
blancos, empeñados en un complicado protocolo nupcial.
Sin embargo, se diría que tienen ganas de pasar a la acción
y dejarse de tantos preámbulos y explicaciones. El contraste
entre la terminología médica y la mímica ornitológica
suele causar en el telespectador una extraña inquietud,
un desasosiego, una risa tonta y nerviosa: algo así, como
el descubrimiento de que a Wittgenstein le gustaban los
helados, de que María Zambrano usaba medias de encaje
o de que Stockhausen, en la intimidad, toca la zambomba.
Pero es muy joven, casi una niña, y las niñas no deberían
hablar de ciertas cosas. Al fin y al cabo, hay cosas que
no se dicen. Se hacen.