Por las noches monto mi cama en la habitación de Isidro.
Por las mañanas, cuando me levanto, la desmonto. La habitación
de mi sobrino es tan pequeña que no se puede tener todo
el día montada mi cama. Si pongo la cama, la puerta no
se puede abrir o cerrar. Isidro decía que no importaba,
que cerráramos la puerta y pusiéramos la cama, pero a
su madre no le hace ninguna gracia que quedemos encerrados
en su habitación sin que ella pueda vernos. Yo dije que,
por las mañanas, me despierto antes y quiero salir. Él
dijo que lo llamara y salía al mismo tiempo que yo. Pero
al final quedamos en eso, en que montaría y desmontaría
la cama y la puerta siempre estaría abierta. A veces,
por las noches, Isidro se levanta despacito de la cama
y se acerca a mi oreja y me dice: tengo miedo. En un susurro
que me pone toda la piel de gallina. Y le tranquilizo
con palabras. Pero lo que él necesita que le tranquilice
es el cuerpo. Y dice: déjame meterme en tu cama, tía,
como antes. Lo que ocurre es que el antes al que él se
refiere queda muy lejos. Él ni siquiera se acuerda. Pero
cuando me vine aquí a vivir, con ellos, su madre dijo:
mira, como cuando eras pequeño y la tía venía a dormir
a casa y no había más sitio que tu cama. Ahora no es lo
mismo, dije, porque ahora Isidro tiene quince años y hasta
tiene un poco de barba. Las primeras noches no le hacía
caso. Le decía que no, que se quedara en su cama, que
no fuera un niño chico y se durmiera. Algunas noches más
tarde me entró el miedo a mí y le pedí que se viniera.
-Isidro.
-Qué.
-¿Estabas dormido?
-No. Estaba pensando.
-¿En qué?
-En el tío.
-¿En cuál?
-En el tuyo. No tu tío, sino mi tío que es tu marido.
-Que era…
-Bueno, que se haya muerto no significa que ya no sea
tu marido.
-No…
-¿Qué querías?
-Que tengo miedo.
-¿De qué?
-De la noche.
Y salió de su cama sin decir ni una palabra y se metió
en la mía. Me dijo: no tengas miedo, tía, ni de la noche
ni de nada, yo estoy contigo. Y se cogió fuerte de mi
cintura y no supe apartarle a tiempo la mano. Se la dejé
allí. Al principio inmóvil, después haciendo círculos
sobre mi ombligo. Al día siguiente no sabía yo cómo mirar
a mi hermana. Por supuesto que ella no sabía nada, aunque
la puerta esté abierta, eso se sabe por los ronquidos
que hacen ella y mi cuñado cuando se duermen. Se oyen
por todo el pasillo. Isidro los tiene igual de medidos
que yo y ya hace semanas que se viene a dormir a mi cama
y me dibuja cosas en la barriga. A veces le digo: esto
está mal. Pero él hace como que duerme y respira flojito
en mi cuello, que se esconde ahí y eso sí me recuerda
a cuando era un niño pequeño. Una noche no pude más y
lo que hice fue cambiarme a su cama cuando él estuvo dormido.
Me costó tanto entrar en el sueño que, por la mañana,
cuando entró un poco de sol por la ventana, momento en
el que Isidro y yo volvemos a nuestra posición normal
para que mi hermana no nos vea, en ese momento seguí durmiendo
porque no podía ni abrir los ojos. Y entró mi hermana
y me preguntó qué hacía yo en la cama del niño y el niño
en la mía. Lo preguntó interrogándome, sospechando. Isidro
dio un brinco y dijo que entraba un poco de aire por la
ventana y que me pidió cambiar. Aquella noche mi hermana
nos puso dos mantas en las camas, iguales, con las que
nos tapamos hasta la cabeza. Gran parte de la noche sólo
usamos una.
-Tía.
-Habla más bajo.
-Vale. Tía.
-Qué.
-¿Aún tienes miedo?
-No lo sé.
Me gustaría que aún fuera miedo estas ganas de que Isidro
venga a mi cama. Y me gustaría que me llamara por mi nombre
y dejara de decir tía. Esta noche se lo voy a decir. Que
me llame Alfonsina pero que por las mañanas vuelva a llamarme
tía. Mi marido, en paz descanse, me llamaba Fonsina, le
diré que si quiere llamarme así. Él seguro que va a querer.
Seguro que va a querer. Pero tenemos que ir con cuidado,
porque mi hermana, desde lo de las mantas, me mira raro.
Y a veces canto, porque por la noche Isidro me ha escrito
cosas en la espalda que me han puesto contenta, y por
las mañanas canto de alegría, barro el patio y tarareo
una canción, y ella no se explica que yo tenga ganas de
fiesta habiendo muerto mi marido. Lo que no sabe es que
los atavíos de fiesta me los dibuja su hijo todas las
noches. Con las manos. Y no me besa, no me acaricia. Sólo
me pinta lugares en los que no he estado, ni él tampoco,
y a los dos se nos va un poco el miedo a la noche. Y a
la vida. Pero no puedo decírselo, o tendré que irme a
otra casa a vivir, y no me quedan más. Después de tantos
años sin hablarnos no puedo hacerle esto. Tampoco ella
puede quitarme esta serena noche.
-Tía.
-Habla más bajo.
-Tía… tía…
-Qué quieres, niño.
-¿Qué pasaría si mi madre nos viese ahora?
-Duérmete, Isidro.
-Cántame que no puedo.
Pero no me salía la voz. No me salía y él me sacudía
suave, suave como diciendo que cantara. Y en una de ésas
noté como también era su cuerpo el que me pedía que le
cantara. Y que le bailara también, si podía ser. Pero
no podía ser. Pero la voz no me salía. Porque si nos ve
su madre, qué más da, que nos pegue a los dos, que nos
eche de casa, qué más nos da, si yo he estado media vida
sin su risa, sin su voz, sin el ruido de sus pasos, sin
sus ojos de rata sabia, pero qué pasaría si nos viera
mi marido, si Dios sólo sabe qué pasa cuando una persona
se muere, qué pasaría si nos viera con las manos cogidas
y con la manta por la cabeza, qué pasaría si alguien oliera
el sudor de los dos cuerpos, de tía y sobrino, bajo esta
manta que da tanto calor.
-Tía.
-Habla más bajo.
-Tía, cántame, por favor, que no puedo dormir.
-Isidro.
-Qué.
-Llámame Alfonsina. O Fonsina. Lo que más te guste.
-Cántame, Fonsina, cántame, por lo que más quieras.