Elogio de la derrota
Yo me quedo acá
entre libros y diarios viejos
del Mayo Francés,
releyendo alguna historia prestada.
Sé perfectamente lo que significa
pensar en un momento
en que no estuve
y que, sin embargo,
me pertenece.
Ahora todos mueven
sus pequeñas historias cotidianas
y yo sigo imaginando
el pelotón anarquista de Durruti
y las eléctricas miradas
de estudiantes rebeldes
en París 68.
Mientras mis amigos
se retiran en ponchos
al norte boliviano,
yo me fumo todos los cigarros holandeses
y termino
estas viejas botellas
de cerveza negra de Egipto.
Porque el mundo es extraño ahora
y el nuevo Marqués
trabaja de promotor Turístico en Aruba
y el moderno Baudelaire es gerente de un Banco Suizo
y mi abuela es vegetariana
y mi tía taoísta
y mi perro, personal trainer.
Sigo pensando
en una radio vieja
pasando canciones de Jacques Brel
o en una mujer
dando pitadas a su último cigarro
previo al sexo.
Aunque sé que estoy tremendamente loco
y que todos están cuerdos
en sus oficinas y sus habitaciones
conservo un gran mundo perdido
corriendo dentro de mi cabeza.
Y mientras todos prenden la TV
y encuentran
sus extrañas razones para vivir
yo sigo aquí
para perder.
Santuario
Solo,
yendo de mi lugar
a otro lugar
también mío y de otros,
bajo la mirada
de D.H Lawrence.
Los libros quieren decir algo.
Pound se ríe en el estante,
Trejo viaja de anaquel en anaquel.
El cambio de lugar
le sienta bien a Rimbaud,
y Kerouac llega desde Nuevo México
a esta oscura pensión de Buenos Aires.
Sospecho que nadie alquilaría mi pequeño santuario.
No hay lugar para correr.
Sólo un rincón para seguir llorando