La primera vez fue por casualidad. Jamás imaginé que el placer se encontrara tan cerca y a la vez tan escondido. Seré sincero, nunca fuí un hombre que demostrara sus sentimientos, mi vida se basaba en las acciones más elementales de supervivencia, sin mayores distracciones que una moza de pago una vez por mes. Sin embargo, poco queda ya de aquel hombre que fuera antes de que llegara la primera de ellas: Luz Alicia.
La encontré una tarde al salir del trabajo. Todavía me sorprendo a mi mismo recordando ese instante y atribuyendo nuestro encuentro a un giro inesperado del destino, pero estoy convencido de ello, aquel día el mundo había confabulado sus pasos para acercarnos. Estaba en una esquina -con aquella tranquila quietud que la caracteriza- su mirada perdida estaba borrosa y su cuerpo se había deshecho al caer en la acera en una posición anormal. Para cualquier transeúnte su figura inerte se hubiera mezclado con la atmósfera oscura del anochecer, pero para mí algo se mostraba diferente, era un sutil brillo que de sus ojos desdibujados salía, que de su piel blanca emanaba, sin duda me enamoró al instante. Me aproximé con miedo, no estaba acostumbrado a ese tipo de contacto, por lo que me atemorizaba su respuesta, más mis temores se desvanecieron cuando la tuve a tan sólo dos palmos de mi cara, comprendí por su mirada que no se resistiría y que si no me la llevaba su muerte estaba escrita. La tomé de un hombro, y levantando cada trozo de su cuerpo me la lleve.
El primer contacto fue hermoso. Al llegar a casa dedique horas a bañarla y enumerar sus partes, a reconstruirla y regresarle aquel cuerpo escultural de hembra. Cuando terminé, la senté en la cama y la observe, era bella, la pobre estaba desprovista de cabello y completamente desnuda, pero aún así su hermosura era innegable.
En las noches que siguieron, lo único que llegó a separarnos era la distancia que a veces se posaba entre nuestros cuerpos, pero era tan diminuta, tan frágil, que un leve movimiento la eliminaba y volvía a sumergirnos en la total entrega física y en el arrullo que producía el contacto de la piel y el plástico.
En definitiva mi momento favorita del día: llegar y escurrirme en entre sus brazos, entre sus piernas perfectas y amarla sin control hasta que el cansancio me vencía. Con el tiempo le compré accesorios, ropa, pelucas, aprendí a pintarle las uñas y la boca con perfección de experto. Sin duda la hice mujer, la mujer más feliz del mundo.
Cuatro meses después llegaron Anabella y Sandra, las encontré en una tienda de muebles usados un sábado en la mañana, y tal como Luz Alicia no dudaron en venir conmigo. !Que hermosas tardes pasamos los cuatro jugando a amarnos con las palmas de las manos¡ Verlas a las tres sentadas en la sala era una uno de esos placeres culposos que me alegraban la vida.
Con el tiempo logré conseguir a Mariana, Rebeca y Susana (todas salieron de unas tiendas en liquidación). Verónica fue la única que compré al contado, al verla en la vitrina no pude resistirme a tanto, y es que ella es una de esas que los dioses han provisto de indomables curvas y grandes pechos. No pude evitarlo, estaba acostumbrado a las estilizadas formas de las chicas, por lo que la llegada de Verónica me revolucionó. Se volvió mi favorita al instante.
Como ya éramos muchos en casa, durante el verano construí una pequeña habitación con estantes donde comencé a dormirlas cuando no requería de sus servicios. Una encima de la otra descansaban sin mayor preocupación hasta el próximo encuentro. A ninguna parecía molestarle. A ninguna excepto a Luz Alícia.
Ella lo habia notado. Ella sabía que de todas, Verónica era la única que jamás había pisado el cuartito. Y es que no podía, se me hacía casi imposible quitarle los ojos, las manos y la lengua de encima a aquella despanpanante figura. No es que no amara a las demás chicas, claro que lo hacía, todas eran el reflejo de lo que yo siempre había deseado. Luz Alicia era la consentida, la luz de mis ojos, Verónica por el contrario era la lujuria encarnada.
Sin Embargo Luz Alicia parecía no entenderlo. Cada vez su mirada borrosa parecía llenarse más y más de odio.
Una tarde, cuando volví del trabajo, la encontré mirándome desde la sala donde la noche antes la había colocado. Estaba empapada, había dejado descuidadamente la venta abierta y la lluvia del día la había dañado el cabello y el maquillaje. Me disculpé mil veces mientras la limpiaba, pero su mirada seguía acusandome, señalandome. Yo sabía que desde ese ángulo podíamos ver a Verónica descansando en mi cama y eso la mataba. Trate de besarla en los labios con ternura, pero me respondió con la frialdad más cruel. Esa acción era lo que me faltaba para explotar en ira, ya no podía más con aquella mirada fría, aquel odio que me regresaba. Yo la amaba, la amaba con una locura infinita,¿es que acaso no entendía el amor puro que le entregaba? ella tenía que comprender que me pertenecía, que todo lo que era, lo que tenia, era gracias mi. Enloquecido la dejé tirada en el suelo del baño. A las primeras zancadas no sabía bien cuál era mi dirección, me sentía como un títere manejado al antojo de mis deseos, recorrí la sala desesperado hasta la cocina, en cuanto entré supe lo que iba a hacer. Busqué el disolvente para pintura, volví al baño con paso decidido, la agarré por los hombros y utilizando mi propia camisa, le borre los ojos.
Luz Alicia no ha salido del cuartito desde hace más de tres meses. Le quite los brazos, las piernas, y la acurruqué en una esquina envuelta en una colcha. A las otras no parece importarles. Yo intento no pensar eso, aunque hay días, como hoy, en que su recuerdo me invade y la sueño. Mañana será un día mejor, me digo.
He visto que hay varias tiendas en liquidación en el centro de la ciudad, tal vez pueda conseguir más chicas. Sí, mañana será un día mejor, me repito, mientras me hundo en el abrazo eterno que produce la unión del cuerpo de Verónica con el mío.