Desde la publicación de su cuarto libro, La ausente (2004), y a excepción de dos antologías y su poesía completa, los lectores de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) andábamos huérfanos de nuevos versos.[1] Hoy recibimos su reciente, esperada entrega como, ante todo, una obra de su tiempo. Lo que no quiere decir un libro moderno ni un libro pasajero sino, muy al contrario, un libro esencial para entender mejor la época triste que vivimos y para conocerla desde el punto de vista de una voz poética íntegra e integral, con vocación de testimonio pero también de lucha.[2]
A lo largo de veintidós poemas, algunos de los cuales ya habían visto la luz en avance,[3] Atavío y puñal versa sobre mujeres que sufren y se pintan. Pérez López ha escogido el dolor como hilo conductor y razón de ser de su discurso. La compasión de la voz poética mueve el poemario por derroteros fundamentalmente solidarios, aunque también existenciales, lo cual solo en apariencia es contradictorio.
Así, en sus páginas compadecemos con la voz poética la destrucción de la Naturaleza, la ausencia del ser querido, la enfermedad, la violencia, la opresión, la memoria, la mutilación... La voluntad de superar el sufrimiento y la injusticia se manifiesta siempre por medio de un color, y la acción de pintar, identificada en ocasiones con la huella o la escritura, es el vehículo de esa voluntad. El color es a veces bálsamo y a veces arma defensiva. Ha señalado Eduardo Moga el fuerte anclaje del lenguaje poético de Pérez López y de su mundo interior en la necesaria materialidad y también su “ardua conciencia del dolor”.[4]
Más allá de la anécdota, que apenas sirve de esqueleto a la reflexión densa, el color verde es apero contra la destrucción natural (1); el tinte del pelo quiere ahuyentar la pena (2); el yodo alivia la lucha contra la enfermedad (4); el “río de odio” de la injusticia y la violencia universales se enjuga en un “unte oscurecido” de luto, tristeza y lágrimas (6);[5] el color del marfil es el de la perseverante memoria de los muertos (7);[6] la pintura, en fin, es la necesidad de superar la mutilación (8) o las dentelladas de la muerte (9).
Hacia la mitad del poemario, la balanza empieza a inclinarse gradualmente hacia esa superación del sufrimiento: la mujer y sus colores brillantes inventan “el júbilo y el sol” (11); el esmalte de uñas mantiene la insolencia del amor (12); el blanco de la nieve y la sal asocia el dolor y el esfuerzo con la felicidad, el amor materno y la propagación de la especie (13); la obsesión por la ausencia del amado se reconoce como una forma de amor (14); la soledad de la mujer deriva en hopperiana creación (15); el color deviene arma defensiva (16); y el verde vuelve a ser conciencia ecológica (17).
Llegando al final del poemario, incluso la tragedia teñida de “noche oscura” y “negro sobre negro” narra el suicidio como acto de la voluntad (en brillante, polisémico resumen: “sus trece”), donde el color no es consuelo pero sí designa la libertad del ser humano hasta sus últimas consecuencias (20).
Los dos últimos poemas del libro hacen culminar en la percepción del lector la celebración franca de una humanidad esperanzada, dueña de sí misma en su condición colectiva y solidaria, que se quiere abanderar en la mujer. El signo, que hasta ahora era mero color, pintura, tinte, yodo o hasta tatuaje y grafiti, alcanza la redondez en la palabra: pasamos del símbolo al concepto, de la intuición al lenguaje, en un proceso claro de racionalización del mundo. La mujer-poeta “masca” las palabras, que son como un “tsunami” imparable pero lleno de impurezas, una fuerza de su misma naturaleza que ha de someter a cauces. Cuando lo hace, de la palabra depurada “brota entera y desnuda la mujer/ como Venus ajada y resurgida” (21). Somos verbo, al fin y al cabo, y en ese verbo que forjamos y que nos forja encontramos la madurez plena, el bálsamo y la alegría para vivir y luchar. Somos discurso poético y discurso ético, de forma inseparable.
La poeta, la mujer, el ser humano que protagoniza Atavío y puñal entiende que la única trascendencia posible estriba en la pertenencia a una comunidad de humanos dotada de leyes inteligibles y justas a las que asirse. El acto de pintarse remite a lo convencionalmente femenino, sí, pero también significa una intervención directa sobre la realidad: la transformación del mundo simbolizada en la acción de la mujer sobre su propio cuerpo, en la construcción de esas leyes a través de un discurso revolucionario hecho a la propia medida del ser humano.
Es la mujer compendio de sufrimientos y, en esa medida, epítome de la humanidad. Que la autora de Atavío y puñal sea una mujer no es irrelevante, pero las protagonistas de este catálogo dramático y a la vez esperanzado no son mujeres solo por eso, sino porque en su sexo podemos reconocer el ser humano más integral: el que reúne todas las condiciones en una y las sobrelleva de forma natural, porque así está preestablecido en una época en que se le pide que salga a cazar pero aún se le reclama que mantenga vivo el fuego material y espiritual del hogar. La mujer, en su fragilidad de pájaro doméstico, “pinta en su cuerpo la memoria” y es un “atlante que sujeta/ las horas y los días”; “mueve el mundo y lo trastorna” (18). Una mujer saharaui, arquetipo por razones históricas y políticas, se presenta en 19 como quintaesencia de esa mujer que sostiene la sociedad con su labor callada y en su papel de transmisora de los valores y del valor: “La mujer inventa el mundo y es azul./ Parece cotidiano en su simpleza,/ su límpida canción de los objetos/ en la materia sola y reservada”. De esta forma están presentes en el libro imágenes de lo doméstico en referencia a obras anteriores de la autora.[7]
Es, por muchos conceptos, un poemario reivindicativo, más explícitamente cargado de ideología que otros libros suyos:[8] de ecologismo, de un humanismo de acento social, sobre todo del feminismo que a todos nos atañe, el que afirma sin negar, el que no aspira a igualar con etiquetas, sino a superar con los hechos. La condición integralmente humana de la mujer no se plantea como conflicto entre sexos, sino como propuesta vital. No lucha esta mujer contra el hombre, sino que se afirma como defensora de la especie, como transmisora de valores como la justicia o la solidaridad, como modelo de superación de todos los dolores de los hombres y de transformación de la sociedad a fuerza de la pura voluntad, manifestada en el acto de pintar.
Y de pintar a escribir hay un solo paso, que la voz poética emprende en esos dos últimos poemas del libro. En ellos, la mujer es poeta, el dolor deja de dominar la escena y el libro se remata en celebración del lenguaje, de la poesía, del “festejo” de las palabras invencibles y, en definitiva, con esperanza.
En Atavío y puñal, por tanto, asistimos a la negación de la mujer como apéndice del hombre (el carácter oferente del maquillaje, la pintura al servicio del otro sexo) y su superación en el ámbito de la afirmación personal y la implicación social: los signos como acción, como voluntad de cambio, como revolución pacífica pero imparable; la mujer como motor de lo privado y de lo público; la escritura como atavío, claro, pero también como puñal. En ese sentido (aunque solo sea en ese), estamos ante un libro próximo al Celaya que hablaba de “poesía-herramienta” y de “arma cargada de futuro”, que afirmaba que “nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno”, que “son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.[9] En efecto, la autora hablaba en 1998 de su creencia en “un compromiso ético” del poeta, “un compromiso radical, de resistencia a entrar en el juego de la pérdida de valores humanos”.[10]
En el carnoso terreno de las palabras, la poesía de Pérez López se caracteriza por la profusión de tropos y violentas sinestesias. Luis Enrique Belmonte ha señalado también con acierto, en el contexto de esa corporalidad tan característica de su poesía, “la utilización de términos que aluden a la anatomía o a las funciones fisiológicas del cuerpo”.[11]
A propósito de la perfección arquitectónica de sus poemas, más recia hoy incluso que en sus primeros títulos, Charo Alonso habló -en relación con su segundo libro, pero sus palabras siguen vigentes- de “la cercana cadencia de la conversación, la falsa facilidad de la conversación, la trabajadísima melodía de la prosodia”;[12] y Eduardo Moga, de una “solidez formal que se apoya en un raro dominio de los metros y de la mecánica de la imagen, crujiente, libérrima, exacta, a veces taraceada por un sutil irracionalismo o una levísima dislocación”.[13]
Es normal que, en medio de todo este festejo de la palabra que transforma el mundo, nazcan -ya plenos de entidad como tales- vocablos nuevos en manos de la poeta, que a lo largo del poemario inventa neologismos brillantes y oportunos, un poco a la manera de Gelman pero con procedimientos menos radicales,[14] generalmente en pos de una intensificación muy precisa del lexema de partida mediante una sufijación gramaticalmente natural: como cuando la mujer es “animala” (2) en su vocación salvajemente amorosa; como cuando la empeñada voluntad de olvidar no es olvido, sino “olvidación” (14); como cuando las convicciones son “migazón” –un enorme hallazgo: no solo sustancia o corazón, sino también estructura y sostén (19).
Solo la voluntad puesta en marcha tiene el poder de transformar las cosas, viene a decirnos la autora. Maquillar, tiznar, pintar, untar y, finalmente, escribir son formas de cambiar el mundo que nada tienen que ver con el adorno pasivo, sino con la libertad irrefrenable de los seres conscientes, que independientemente de su sexo actúan dueños de sí, libres para entregarse a los demás. La mujer -que es madre y trabaja, que mantiene vivo el hogar, que tiene ideología y adquiere compromisos, que sufre y se conduele- es protagonista de la evolución de toda una especie hacia la racionalidad, de la misma manera en que lo podría ser un hombre pero no lo es; mujer por pura justicia contingente, mujer a fuerza de realismo. Atavío y puñal es, en este sentido, un poemario atemporal, universal, de intenciones revolucionarias, llamado a ser signo y bandera en un tiempo triste. Y Pérez López, una poeta en plenitud.
NOTAS
[1] Mª Ángeles Pérez López es autora de los siguientes libros: Tratado sobre la geografía del desastre, México: UAM, 1997; La sola materia, Alicante: Aguaclara, 1998; Carnalidad del frío, Sevilla: Algaida, 2000; y La ausente, Cáceres: Diputación Provincial/El Brocense, 2004. Además ha publicado, entre otras, las plaquettes El ángel de la ira, Zamora: Lucerna, 1999; y Pasión vertical, Barcelona: Cafè Central, 2007; y las antologías Libro del arrebato, Plasencia: Alcancía, 2005; y Materia reservada, selección de Luis Enrique Belmonte, Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana/Ministerio de la Cultura de Venezuela, 2007. Se ha recogido su obra hasta la fecha en Catorce vidas. Poesía 1995-2009, prólogo de Eduardo Moga, Salamanca: Diputación Provincial, 2010.
[2] Pérez López, Atavío y puñal, Tarazona: Olifante, 2012, 56 pp.
[3] Ya en 2005, en unas palabras publicadas en una de sus antologías, en la que se incluían dos inéditos pertenecientes hoy a Atavío y puñal, Pérez López mencionaba este libro en proyecto, que aún no se titulaba así: “Las arrebatadas mujeres de este libro, por su parte, en el furor y el éxtasis como condiciones violentísimas de quien pelea por la alegría y se rompe en ese esfuerzo, podrían proponer otros posibles títulos, uno de los cuales sería precisamente Contra la ceniza”, en “Algunas notas arrebatadas”, epílogo a Libro del arrebato, cit. El borrador tuvo al menos otro título provisional: Cuerpos de cobalto. Tres poemas del mismo aparecieron también en 2007 en la plaquette Pasión vertical, cit.
[4] Eduardo Moga comenta con gran acierto las claves de la poesía de Pérez López en “Esplendorosa minucia”, prólogo a Catorce vidas, cit.
[5] El eco del “río de odio” veleciano en Atavío y puñal supone un feliz homenaje al poeta de Morón justo cuando se cumplen veinte años de su prematura desaparición. Cf. Julio Vélez, Escrito en la estela de El último ángel caído, Madrid: Libertarias-Prodhufi, 1993, pp. 43 y ss.
[6] Cf. Esteban Peicovich, “El otro amor”, en Poemas plagiados, Buenos Aires: Bajo la Luna, 2008.
[7] Principalmente La sola materia, cit.
[8] A excepción, tal vez, de la plaquette El ángel de la ira, cit.
[9] Cf. Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, en Cantos íberos, Alicante: Verbo, 1955.
[10] Antonio Marcos, “La literatura tiene que ser arriesgada y comprometida”, entrevista a Mª Ángeles Pérez López, Batuecas, suplemento cultural de Tribuna de Salamanca, núm. 82, 14 de febrero de 1998, p. VII.
[11] Luis Enrique Belmonte, “Mostrar el mundo en su sola materia”, prólogo a Materia reservada, cit.
[12] Charo Alonso, “Mª Ángeles Pérez López: La sola materia”, Batuecas, núm. 82, cit., pp. VI-VII.
[13] Moga, art. cit.
[14] Juan Gelman, según sus propias palabras, se sentía “enchalecado” en algún momento por el lenguaje; vid. Pablo Montanaro y Rubén Salvador Ture, Palabra de Gelman, Buenos Aires: Corregidor, 1998, p. 144.