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ISSN 1989-4163

NUMERO 35 - SEPTIEMBRE 2012

Dèjá Vu (I)

Joaquín Lloréns

La previsión meteorológica para la noche era de intenso bochorno, así que cuando llegué a las tres y cuarto a casa, tras dar un beso en la mejilla a Ana -¿dónde quedaron el amor y la pasión que en los primeros años creímos imperecedera?-, le comenté el calor que se preveía y le propuse que saliéramos a cenar con Oscar y Joana a un lugar donde se estuviera fresco. Contestó afirmativamente, así que llamé a mi amigo y quedamos en vernos a las nueve y media. Propuso el “Déjà vu”, un local nuevo que había descubierto esa semana. Según Oscar, daban bien de comer, estaba situado en el Paseo Marítimo, con lo que la brisa estaba asegurada y, además, ponían música para bailar. Me sonó bien, así que me apresuré a aceptar. Tras ponerle al día del plan a Ana, me acosté un rato, agotado por el trabajo, y solo, como desde hacía tres años. Cuando cumplí los cuarenta, mi mujer expresó en voz alta lo que ambos sabíamos pero callábamos: hacía más de dos años que no teníamos sexo y nuestro matrimonio, como suele suceder, había derivado en una convivencia de rutinas y ausencia de emociones. Ana sugirió que, para mayor comodidad, durmiéramos en habitaciones separadas. Muerto en vida el matrimonio, me pareció lo más práctico.

Ana me despertó a las ocho y media golpeando con sus nudillos en la puerta de mi habitación y con un grito neutro de: “Ya es la hora”.
Me di una ducha fría rápida y me puse una camisa y un pantalón de lino blanco. Me dirigí al salón. Ana me esperaba de pie contemplándose, como es su inveterada costumbre, en el espejo de cuerpo entero. Llevaba puesto un vestido negro elástico con fruncidos que se le ajustaba como un guante y que apenas le cubría las nalgas. Se había peinado en un moño y calzaba unos zapatos de tacón alto que la hacían más alta que yo. El maquillaje era discreto y remarcaba el almendrado de sus ojos. A pesar de mis resquemores, a sus treinta y seis años, mi análisis objetivo me permitía juzgar que aún seguía siendo una mujer sumamente atractiva. Me dirigió una mirada seria y yo me pregunté una vez más por qué las esposas acaban desplegando su sensualidad y encanto para cualquiera menos para su marido.

- Estás muy guapa –dije a modo de saludo tratando de ocultar mi frustración.

- Gracias. Tú también estás muy elegante. ¿Vamos?

Quince minutos después aparcaba el coche apenas a cien metros del “Dèjá vu”. Veinte metros antes de llegar al lugar, localizamos a Oscar y Joana, que nos esperaban ya sentados en una mesa en la terraza. Oscar se levantó luciendo su sempiterna sonrisa de vendedor; de buen vendedor. Vestía un polo de Lacoste y unos vaqueros de Hermés. Siempre viste con elegancia y estilo, y despliega con naturalidad una conversación entretenida, salpimentada de anécdotas, muchas de las cuales sospecho que son fruto de su imaginación. Como todo buen seductor, sabe que a las mujeres se las conquista por los oídos. Lo conocí en la Universidad. Ya entonces sus intereses se centraban en las piernas, los pechos y las vaginas. En orden inverso. Veinte años después, por lo que sé –y es mucho-, sus prioridades siguen siendo las mismas. Su mujer, Joana, es su antítesis. Aunque luce siempre prendas de buenas marcas, estas desvirtúan, más que remarcan, sus formas. Su mirada está siempre triste y ausente, y su sonrisa, al saludar, desmayada.

Oscar bebía un mojito. Joana, un Nestea. Ana y yo nos decantamos por seguir el ejemplo de Oscar y ordenamos sendos mojitos. Nos trajeron las cartas. La cocina se daba aires de haute cuisine francesa. Al menos en cuanto a los precios. Oscar nos convenció de que pidiéramos platos diferentes para probar el máximo de ellos y hacernos una idea lo más completa posible de la calidad del restaurante. Tras ordenar la cena, se repitió la escena habitual. Joana en un mutismo casi absoluto con la mirada puesta en su marido pero con aspecto de tener la cabeza en otro lugar. Oscar acaparaba la conversación y la atención de Ana y mía. Ana reía con ganas y metía baza en cuando la verborrea de Oscar lo permitía. Yo, algo menos. Conocía ya la mayoría de las anécdotas de Oscar y, a pesar de la siesta, me sentía cansado, así que me limitaba a participar en la conversación lo imprescindible para no parecer descortés. Poco a poco, me desligué de la conversación y me puse a mirar a mí alrededor. En la terraza había otras cinco mesas ocupadas. En una, una pareja de jóvenes comía y se lanzaba carantoñas sin parar. En otra, su antítesis; una pareja de sesentones con aspecto de alemanes que mantenía un mutismo absoluto y comían sin levantar la mirada de sus platos salvo para examinar a los transeúntes que pasaban junto al restaurante. Se veía que aquellos dos ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse hacía ya muchos años. En la tercera mesa, cuatro hombres de aspecto fornido y vestidos con traje, aunque sin corbata. Dos de ellos, más mayores, parecían monopolizar la conversación. Los más jóvenes se limitaban a comer y, de tanto en cuanto, a observar a los que hablaban o dirigir fugaces miradas a su alrededor. Por los retazos de conversación que me llegaban, deduje que debían de ser rusos, ucranianos, o de alguna otra república de la extinta Unión Soviética. Las dos últimas mesas estaban ocupadas por sendos grupos numerosos de jóvenes. Unos no podían disimular su origen italiano, con sus vocingleras voces que superaban en volumen a la música del local y gesticulando con el acostumbrado histrionismo latino. Los de la última mesa debían de ser ingleses, a tenor de sus lechosos rostros, su mal gusto en las vestimentas y sus indescriptibles peinados.

Seguí mi examen del local y, de pronto, me fijé en una camarera que estaba junto a la jamba de la puerta. Era una joven muy rara. Su diminuto cuerpo sostenía un rostro aceitunado de rasgos extraños que me trajo a la cabeza a los mogoles. Parecía como si le hubieran cincelado la cara con un serrucho. Tenía una mirada vaga, como si estuviera en un universo particular y mantenía una expresión hierática. Sin embargo, su cuerpo, sostenido por dos cortas piernas que se asentaban en unas extrañas zapatillas de deporte blancas, oscilaba a un ritmo de metrónomo. Creí haberla visto en algún lugar antes. Probablemente en algún otro bar. Semejaba unos veinte años, aunque su rostro inmutable podría llamar a engaño al respecto.

Durante la siguiente media hora nos dedicamos a disfrutar de la cena. A pesar de mis recelos ante los rimbombantes nombres de los platos, mantenían un buen equilibrio entre cantidad y sofisticación. Algunos jóvenes se animaron a bailar en la pista. Tras el postre, y como es habitual, Oscar nos propuso salir a bailar. Y, como de costumbre, Ana fue la única que se adhirió a su propuesta. Volví a estudiar a los otros comensales. Una gitana madura, con el pelo negro cuervo sujeto en una coleta y un vestido colorido parecía estar leyendo la mano a una de las italianas. Cuando estaba contemplando al grupo de eslavos, el que me daba la espalda se giró y pude contemplar su rostro. Tenía unas facciones inquietantes y, de pronto, puso una expresión de furia mientras apuntó con su brazo y el índice extendido a su contertulio. De pronto, sentí esa conocida sensación de dèjá  vu. Tuve ese atisbo subconsciente de que ya había vivido ese momento. Normalmente los dèjá vu me gustan, pero en esta ocasión un estremecimiento me recorrió la espina dorsal y me moví agitado por un escalofrío.

Continuará…

Dèjá vu

 

 

 

 

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