El aplastamiento a sangre y fuego de aquel París popular que tras el desastre de la guerra franco-prusiana había elevado su voz democrática por la independencia nacional, la república y la emancipación social sigue siendo uno de los hitos más gloriosos en el imaginario de todos los que luchan por un mundo sin explotadores y explotados. Son numerosos los textos que tratan de extraer enseñanzas de aquellos hechos y puede decirse que no hay un escritor revolucionario que no haya contribuido con sus análisis y opiniones a este objetivo. No obstante, si lo que buscamos es información precisa sobre el desarrollo de los acontecimientos, la bibliografía no es tan abundante, y los trabajos de los autores franceses que los vivieron y escribieron sobre ellos en su mayor parte no han sido vertidos nunca al castellano. Es por esto que la edición reciente de uno de estos libros fundamentales, la monumental obra La comuna de París de Prosper-Olivier Lissagaray por parte de Txalaparta (2004, 2ª ed. 2007, trad. de R. Marín y D. Iríbar, introd. de Francesc Bonamusa) tiene un valor extraordinario. Es este el relato de un testigo y protagonista de la Comuna, un hombre que dirigió varios periódicos en aquellos meses y vivió intensamente los hechos, y que se esforzó después durante sus años de exilio por recopilar testimonios y documentación sobre ellos e historiarlos rigurosamente, con la preocupación siempre de que en un asunto tan polémico cualquier pequeña inexactitud podría ser utilizada para desprestigiar toda su obra. Se trata además de un notable escritor dotado de un estilo incisivo que hace de la lectura de este libro una experiencia inolvidable.
Hippolyte Prosper-Olivier Lissagaray (1838-1901), nacido en Toulouse, tras estudios de filología y un viaje por América se instaló en Francia en 1860, dándose a conocer por sus artículos de oposición al II imperio, que le ocasionaron multas y una pena de prisión. La proclamación de la Comuna le sorprendió en París y con ella colaboró entusiasmado, fundando sucesivamente dos periódicos que tuvieron una breve vida. Participó en los combates de los últimos días y partió luego al exilio en Londres, donde entró en contacto con el círculo de Karl Marx. Durante su etapa londinense aparece su Histoire de la commune de 1871, editada en Bruselas por Henry Kistemaeckers, pero prohibida en Francia. La traducción inglesa de la obra vería la luz en 1886 y sería realizada por Éléanor Marx, la hija pequeña Karl, con la que Lissagaray mantuvo un largo y complicado romance durante su exilio. Con la amnistía de 1880, Lissagaray regresa a París, donde funda y dirige el periódico socialista revolucionario La bataille abierto “a todos los que quieren la supresión de las clases y la emancipación de los trabajadores”.
Con su Historia de la comuna de París, Lissagaray nos da todos los datos que necesitamos para crear nuestra propia opinión sobre aquellos hechos. Nos presenta un retrato magistral de la descomposición de los años finales del II imperio, marcados por auge clerical, represión política y aventuras mexicanas. Este es el caldo podrido en el que se incuba una guerra que resulta ser la última locura de Napoleón III. Con los prusianos a las puertas de París, el pueblo de la capital se rebela contra los capituladores. El 8 de febrero de 1871, un país convulso vota para la Asamblea nacional y las provincias se decantan por la reacción y la rendición, pero París quiere resistir y se organiza en torno a la Guardia Nacional y constituye un Comité Central. El 26 de marzo, París vota en total libertad y elige su camino. Su voluntad es la Comuna y el Comité central le entrega sus poderes. Es una jornada festiva que recuerda el 14 de abril de 1931 en España. Y la reacción brutal fue la misma. Allí Franco se llama Adolph Thiers. Las explosiones populares republicanas en otras ciudades: Lyon, Marsella, Toulouse… son dominadas por las tropas.
En la guerra sin cuartel, que comienza Thiers negándose a cualquier negociación, la Comuna no utiliza todos sus recursos. Por ejemplo, hay tropas que huyen de París sin oposición y acuden a Versalles a engrosar los efectivos de la reacción. Además, la banca y la prensa reaccionaria son respetadas. Lenin les criticó por haberse quedado a mitad del camino. La batalla es a muerte entre los 130000 de Versalles y los 25000, peor armados, que defienden París y la Comuna que la ciudad libremente ha constituido. Lissagaray nos describe la legislación progresista que esta establece, condonando alquileres y promoviendo la gestión de fábricas y talleres por cooperativas de obreros, por ejemplo, y rasgos de humanidad que la honran. También nos presenta a sus héroes, militares como Jaroslaw Dombrowski, general polaco que participó en la sublevación de su país contra los rusos en 1863, y evadido de Siberia y refugiado en Francia, no dudo en poner su genio militar al servicio de la comuna, muriendo en las barricadas. También conocemos a sus mejores políticos: Louis Charles Delescluze, Eugène Varlin, Louis Rossel, Théophile Ferré y tantos otros. El ataque de Thiers es a muerte y la lucha salvaje, calle por calle, pero la represión aún lo es más. Tras la batalla, el ejército se convierte en un inmenso piquete de ejecución: 17000 hombres y mujeres son masacrados, 40000 son hechos prisioneros, y muchos de ellos serán asesinados después o deportados. Entre los escritores y artistas del momento hay dos nombres sobre todo que merecen ser recordados. El primero es el del gran pintor Gustave Courbet, que colabora con la Comuna y sufre luego cárcel y exilio, siendo obligado además a pagar la reconstrucción de la columna Vendôme, que conmemoraba las hazañas de Napoleón y de cuya demolición se le acusaba. El segundo es el de Victor Hugo, al que los hechos sorprendieron en Bélgica, pero que puso toda su energía en la protesta contra la represión y la petición de una amnistía para los represaliados que tardó demasiado en llegar.
Hay que destacar algo que Lissagaray nos cuenta y que puede considerarse un triunfo póstumo de la comuna. En las elecciones de julio del 71, la mayoría republicana demuestra que “Francia ha visto el abismo, que una voluntad indomable no va a permitir nunca el regreso de la monarquía”. Con el mismo estilo vibrante de toda la obra, Lissagaray presenta al final de esta unas conclusiones que resumen a la perfección toda la acción que con detalle hemos conocido en sus páginas:
“¿He velado los actos, he ocultado las faltas del vencido? ¿He falseado los actos de los vencedores? Que el contradictor se levante, pero con pruebas.
Los hechos sentencian: basta resumirlos para extraer las conclusiones.
¿Quién luchó constantemente, solo a menudo, frecuentemente en la calle, contra el Imperio, contra la guerra del 70, contra la capitulación del 71? ¿Quién sino el pueblo?
¿Quién creó la situación revolucionaria del 18 de marzo, quién pidió la ejecución de París, quién precipitó la explosión, quién sino la Asamblea rural y el señor Thiers?
¿Qué es el 18 de marzo sino la respuesta instintiva de un pueblo abofeteado? ¿Dónde hay el menor rastro de complot, de secta, de cabecillas? ¿Qué otro pensamiento que el de: ¡Viva la República!? ¿Qué otra preocupación que la de erigir una municipalidad republicana contra una asamblea realista?
¿Es cierto que el reconocimiento de la República, la promulgación de una buena ley municipal, la derogación de los ruinosos decretos, en los primeros días, lo hubiera pacificado todo, y que Versalles lo negó todo? ¿Es cierto que París nombró su Asamblea comunal con una de las votaciones más numerosas y más libres que jamás se hayan emitido?
¿Es cierto que Versalles atacó a París sin haber sido provocado, sin intimación, y que desde el primer choque Versalles fusiló a los prisioneros?
¿Es cierto que los intentos de conciliación procedieron siempre de París o de las provincias, y que Versalles los rechazó siempre?
¿Es cierto que, durante dos meses de lucha y de dominación absoluta, los federados respetaron la vida de sus prisioneros de guerra, de todos sus enemigos políticos?
¿Es cierto que, desde el 18 de marzo hasta el último día de la lucha, los federados no tocaron los inmensos tesoros que tenían en su poder, y que se contentaron con una paga irrisoria?
¿Es cierto que Versalles fusiló por lo menos a diecisiete mil personas, en su mayor parte ajenas a la lucha, entre ellas mujeres y niños, y que detuvo a cuarenta mil personas por lo menos, para vengar los muros incendiados, la muerte de sesenta y cuatro rehenes, la resistencia a una Asamblea realista?
¿Es cierto que hubo millares de condenados a muerte, a presidio, a la deportación, al destierro, sin juicio serio, condenados por los oficiales vencedores, en virtud de órdenes cuya iniquidad fue reconocida por los gobiernos más conservadores de Europa?
¡Que respondan los hombres justos! ¡Que digan de qué lado está lo criminal, lo horrible, si del lado de los asesinados o de los matadores, de los bandidos federados o de los civilizados de Versalles! ¡Que digan cuál es la moralidad, la inteligencia política de una clase gobernante que pudo reprimir de esta suerte una sublevación como la del 18 de marzo!”