El pasado 5 de agosto se cumplieron 50 años de la muerte de Norma Jean, mundialmente conocida como Marilyn Monroe. Una efeméride redonda, casi imposible de no recordar, una fecha que deseaba que llegara para escribir sobre el mayor de los mitos que nos ha regalado el mundo del celuloide. Frágil, voluptuosa, intelectual, intuitiva e instintiva, de una fuerza animal, arrolladora... quería que llegara el 5 de agosto para rendirle mi personal homenaje, pero cuando parece que nada puede eclipsar el brillo de la estrella, atardece el 5 de agosto apagando con su ocaso la luz de otra estrella: Chavela Vargas. Mi admirada Marilyn tendrá que esperar. La Chamana reclama mi atención, mi tristeza, todo mi dolor. Ha muerto al atardecer, como ella quería. Hasta en eso se ha salido con la suya. Nos ha dejado huérfanos de su voz aguardentosa y sublime, pero sobre todo nos priva para siempre del escalofrío que producen sus brazos extendidos, en ese vuelo a ras de suelo, que la convierte en el único ser que puede volar y echar raíces en la tierra al mismo tiempo. Como si todo fuera posible en ella, por muchas contradicciones que encierre. Chavela Vargas nació en Costa Rica, pero era mexicana. Mujer de verso en pecho y pantalones de hombre, pero mujer de pies a cabeza. Coqueteó con la muerte pero se casó con la vida, hasta que la parca vino a reclamar lo suyo. Calcula que se tomó 45.000 litros de tequila, pero siempre se mantuvo firme, serena en sus convicciones y en sus deseos. ¡Vida, no me mereces!, gritó una noche de concierto en Bilbao, erizándome con su grito por dentro, desgarrándome de emoción, con un escalofrío que me partió la espalda en dos igual que en dos atravesó muchos años atrás aquella viga de hierro la columna dorsal de su amada Frida Khalo. ¡Vida, no me mereces! Tal vez por eso se ha ido de parranda con la muerte que es una señora morena, muy simpática, describía la propia Chavela, con una sonrisa en los labios. La mujer con piel árida, de honda arruga, no quiso dejar un lindo cadáver. Tentó a la suerte, eso sí, pero una vez más ganó. Y en esa victoria todos ganamos. Ha vivido 93 años. Apurando de la vida hasta el último trago. Un día se fue a levantar y ya no podía caminar, mis piernas no respondían. Debe de ser un castigo por todo lo que he corrido, dijo también con una sonrisa. Rubricaba el dolor siempre con una sonrisa. Yo creo que se sabía una diosa, una grandiosa, una gran diosa. Por eso hablaba tan quedo, tan claro, tan de verdad. Cómo le salían a Chavela Vargas esas verdades por la boca, verdades como versos, como besos. En torno a su vida ha habido mucha leyenda. En parte creada por ella misma. Dizque… Dizque salió armada una vez al escenario, dizque no había tequila bueno en México porque ella se lo bebió todo, dizque cantó tres veces seguidas “La llorona”, sin darse cuenta. Dizque tantas cosas. Verdad o leyenda, qué importa. Lo cierto es que fue mujer en un mundo de hombres, supo reivindicar y ganar su espacio a golpe de canción, de bolero, de ranchera. Hizo algo con la canción mexicana que parecía imposible. Despojarla para vestirla, como si desnudarla fuera la única forma de arroparla, de protegerla. Convirtió Macorina en el himno de la guerrilla salvadoreña, y La Llorona en la banda sonora de su vida. La Llorona es la canción con la que le han rendido homenaje en la Plaza Garibaldi Tania Libertad, Lila Downs y Eugenia León en la tremenda fiesta que se ha montado en México ante su féretro cubierto por uno de sus jorongos. En México todo lo convierten en una fiesta, hasta la muerte. Por eso Chavela eligió esa tierra para morir ya que no pudo elegirla para nacer. Miles de mexicanos y gente venida de todo el mundo se unió a la fiesta y al canto, al clamor popular que coreaba a voz en grito La Llorona convirtiéndolo en himno de alegría y fiesta, de celebración, como un homenaje a la vida vivida. Pura emoción, pura alegría, ni rastro de dolor, ni sombra de la muerte. Las notas vivarachas de los mariachis, los colores del jorongo cubriendo la madera del ataúd que cobijaba su cuerpo pequeño. Eso sí que es morir festejando. Morir viviendo. Ha sabido decir adiós la gran diosa. Atardeciendo, me detendré poco a poco, sola, y lo disfrutaré, como le dijo en su último encuentro a su esposo en la tierra, Pedro Almodóvar. Era menuda y frágil en apariencia, picante pero sabrosa, llorona… pequeña, pero grandiosa.