Es un poco preocupante ver en quiénes nos estamos convirtiendo. Es pasearse por las tiendas Zara, verbigracia de Amancio Ortega, y encontrarse con una invasión de lo que realmente vemos en las calles. El tipo de mujer que compra en Zara es la de la multiculturalidad. Puede ser una musulmana radical pero podrida de dinero en los Emiratos Árabes, una cosmopolita neoyorquina emigrada de Ohio que quiere ser un remedo de Carrie Bradshaw o de Anna Wintour, una española madre de familia, funcionaria, harta de que le bajen el sueldo y de que se cite a Larra mucho y mal, una australiana sexy que se enrolla con su novio surfista en una playa o una trabajadora de alta categoría en un banco de Suiza que come chocolate y corre cortinas de los departamentos destinados a la intimidad de las cajas de seguridad privadas.
El caso es que si uno se pasea por Zara seguimos encontrándonos con lo que llevamos viendo desde fines de los noventa e inicios de los 2000... Es decir, un poquito de la agresividad sexual de Tom Ford, un poquito de estilismo de los 80s de la mano de Carine Roitfeld -zapatos de tacón de aguja con tiras que reptan por la pierna, cuero, chicas saludables y sudor- y una mezcla de locura festiva de Galliano y demencial de McQueen, fotografiadas por Testino y encarnadas en Gisele Bundchen. Pero diez años de una moda en la que todo vale pero que nos ha dejado a todos convertidos en unos rockeros modernos, modernos por necesidad, entachuelados, encuerados, elastizados y con hombreras, botas de pitón y cinturones con calaveras y los ojos como de mapache, hacen que nos preguntemos hacia dónde vamos.
Hay mucho que decir sobre la vuelta de tuerca de esos decrépitos 80 que vuelven y vuelven y no se van ni a tiros de nuestros armarios. Parece que seguimos fascinados por Studio 54, por los Jagger, por Bowie, por Gianni Versace y por Marilyn. Ni siquiera el impulso que producciones como Mad Men le han dado a los sesenta nos convencen de que estamos aburridos de la década de la coca, los yuppies y el sexo colocado. Los ochentas fueron unos años muy cool pero ya cansan. Estamos hartos de ser esos niñatos repeinados y esas chicas con melenón y pendientes de aro. Los sesenta de Mad Men tampoco nos gustan y por eso no han triunfado.
Porque los hijos, esa Sally Draper, molaban más que sus padres. Pongamos por ejemplo a Don Draper. Don lo tenía todo. Tenía a Doris Day haciéndole tartas y criando a sus niños como una Grace Kelly revivida. Tenía el coche caro, la amante complaciente y un poco pirada de rigor y dinero, el trabajo y hasta un pasado glorioso u oscuro -al gusto de cada uno-. Pero era alma torturada. En los 80s no había almas torturadas. Había noches sin fin, tajadas sin fin y mucho sexo. Lo que en los sesenta se insinuaba con sujetadores cónicos y secretarias sacadas de una peli porno bastante posterior, en los 80s estaba ahí, rodeándonos. Era eye liner y sexo, trabajo y sexo, sexo y sexo.
Y la verdad es que el sexo vende.
Porque están muy bien las tribulaciones de Don Draper para verlas pero, por favor, qué vida esa para vivirla. Los que cortaban el bacalao en los sesenta habían vivido la II Guerra Mundial, estaban traumatizados por sus padres que les decían que había carta de racionamiento, Gran Depresión y que ellos jugaban con pelotas de fútbol hechas de no sé qué madera. Que ya tenían bastante. Luego, cuando fueron mayores, se divorciaron de sus mujeres perfectas, llevaron a sus hijos al psicólogo, les compraron de todo para que no les faltara de nada como a ellos y les dijeron que todo estaba al alcance de su mano. Así que esos fueron los que mandaron en los 80s. Los criados ganando y para ganar. Y cómo nos gustan las historias de perdedores, pero cómo deseamos triunfar.
El problema que tenemos nosotros, en nuestra década 00 que se prolonga a los 2010s, es que nos parecen geniales los niñatos de los 80s que estaban metiditos en la Guerra Fría. Nos gusta la laca, Dallas, el petróleo, la coca, la música alta, Warhol, los cócteles de nombre raro y fiarnos de los desconocidos -en los 80s era para echar un polvo pero ahora es para charlar en Twitter- y así nos va. Claro. Pero es posible que vayamos entrando en razón...
Y lo digo por lo que está ocurriendo en Dior. Al tiempo, es posible que Dior se vuelva a poner a la cabeza de los cambios en el mundo de la moda. Y no sólo por Raf Simons, el sustituto de Galliano (porque los sustitutos temporales de Galliano fueron, pobrecillos, para echarse a llorar, a reír y por la ventana en ese orden), sino por todo el equipo. Muestra de ello es la publicidad. La publicidad de la casa. Las campañas de Eau Sauvage, deliciosas no, más, muestran más o menos cómo hemos ido evolucionando de mentalidad. Fue Gruau quien inició las campañas de la marca con mucho estilo. Con mucho estilo de verdad. Eran estilosas, desenfadadas y un éxito rotundo. Con el paso del tiempo se fue prefiriendo la fotografía y llegaron los hombres en vez de las insinuaciones. Hacia los ochenta aparecieron verdaderos cuerpos diez y en los noventa y en torno a nuestra época hubo come backs a la ilustración y a las viejas esencias del dibujo. Y más cerca de nosotros primeros planos bastante sosos. La verdad es que hemos ido perdiendo gracia. Lo mejor es Gruau. Qué duda.
Pero lo interesante viene ahora. La primera foto es Alain Delon. Es la campaña que toca ahora. Y la última, la de la mujer leopardo, es la imagen de Dior maquillaje de invierno 2012-2013. Y hace buena pareja con el encanto del joven Alain Delon. Alain Delon y ese aire un poco demodé pero chic a rabiar son los sesenta y los setenta, los setenta que eran interesantes, no los del final. Y es que los sesenta fueron mejores que los ochenta, década que ya cansa, ya aburre... Los sesenta setenteros tuvieron a Marisa Berenson y todo lo que realmente interesaba. Sexo de calidad pero con sentido, drogas para divertirse no porque era lo in y moda divertida. Con en este ir y venir de Dior, descendente y ascendente, quedan claras, -no, clarísimas- las intenciones de la casa. Por cierto, el perfil de Simons no es el de Marc Bohan. Pero los años de Marc Bohan en Dior fueron maravillosos. Y no hay nada más sesentas setenteros. Ay señor, lo poco que cambiamos y lo que apetece el verano en la piscina, Alain Delon de amante y Romy Schneider.