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ISSN 1989-4163

NUMERO 35 - SEPTIEMBRE 2012

Sueños de la Xiqueta

Francisco Gómez

Se levantó cansada de estar ahí siempre expuesta en su pedestal. En su vitrina de oro expuesta a los ojos y corazones de sus devotos admiradores. No dudaba que entre sus seguidores había gentes que le acompañarían hasta el fin de los tiempos a un gesto suyo. Sobre todo, aquellas mujeres que, como Ella, lo habían dado todo por los demás en un gesto de amor sin barreras, limitaciones ni compraventa de favores. Principalmente aquellas mujeres de rostro arrugado y bastón en la mano, la tercera pierna, que muy de mañana iban a su casa para hablar un rato con Ella, contarle sus cosas, pedirle por los suyos y Ella los escuchaba. Aquellas mujeres que primero dedicaron su vida a los padres, luego a los novios, después a los maridos e hijos y otra vez a los padres. Sin tener casi tiempo para ser nada más y nada menos que ellas mismas.

Ante todo estaba bien harta de los malandrines que se daban golpes en el pecho y cumplían escrupulosamente el precepto del domingo aunque luego hacían lo que les venía en gana entre semana. Esos señorones respetables de doble moral, perfectos representantes de las dos caras que hacían de su capa un sayo acomodado a las ondulaciones del mejor viento; que sólo se acordaban de Santa Bárbara (la santa mujer destinataria de todos los contratiempos de la azarosa fortuna y qua ya estaría, según pensaba ella, bien cansada de tantas oraciones a última hora y por vía de urgencia), cuando tronaba y algunos y algunas nasa más ver lloviznar sobre el horizonte de sus monótonas cotidianeidades.
Pues bien, como decíamos, la  Reina de la Mañana, la Emperatriz de las Flores, la Abogada de los Desamparados, exhausta ya de estar expuesta a la mirada de todos y venerada excelsamente con tal sucesión de adjetivos, decidió aquella madrugada bajarse del camarín y darse un garbeo por su pueblo al que amaba para ver cómo andaban las cosas.
De sobra sabía que muchos pasaban de visitarla y hablar con Ella, quizás por los desengaños de las heridas del tiempo en sus corazones o la fuerza de las costumbre de creer poder vivir sin tenerla presente.

Antes que nada, pensó que lo primero que debía hacer era despojarse de aquella ristra de epítetos aduladores y quedarse con su nombre a secas. Nada de María Dolores, ni María del Carmen, Mari Nieves o María Luisa Fernanda ni historias por el estilo. Ella era María y como María caminaría a pie de calle. Quitose su corona de estrellas que tantas jaquecas le producían por el  peso, su manto de terciopelo, sus zapatillas de charol decimonónico. Vio en una silla cercana que una joven se había dejado olvidados unos pantalones vaqueros, una camisa a rayas, una chaqueta también vaquera y unas zapatillas deportivas. Dicho y hecho. Se desprendió de sus reales ropajes y tomó prestado este atuendo desenfadado, divertido, acorde con las mujeres y  hombres de este tiempo frenético a caballo de dos centurias.

San Agatángelo no daba crédito a lo que estaba presenciando con sus ojos de pecador de la pradera. Ya le habían alertado los ángeles que la Señora se quería ir a dar una vuelta por ahí para estar más cerca de sus hijos y se había despojado de sus insignes indumentarias para mezclarse como una más de tantos en la calle. Mira por donde, que el santo varón dio un salto en su hornacina asustando a las dormidas palomas y se dirigió corriendo donde estaba María.

-Señora, Señora, ¿qué estáis haciendo?

-No lo ves, Gapi. Quiero ver cómo están mis hijos pues aquí no vienen todos. Además me apetece dar un voltio, como dicen ahora los chavales. Aquí me aburro soberanamente.

-Pero…pero…pero…¿qué van a pensar vuestros fieles cuando vean el altar vacío sin vuestra presencia?

-Gapi, desesperado y sin saber qué hacer, optó por seguirla. No en vano era su Señora y prometió un día protegerla de toda adversidad.

-Me voy con vos, Señora.

-Si quieres venir, vente pero quítate primero esos ropajes que parece que vas de fiesta de carnaval. ¿No ves que vivimos en el 2003 y no en el 1514?

-Está bien, Señora, como digáis.

-Y no me trates de Vos ni de Señora, ni de usted floripondioso.  Llámame simplemente María.

-Como ordenéis, Señora…perdón…María.

Gapi se agenció como pudo ropa adecuada al momento histórico que el sacristán había dejado guardada en un armario y siguió a María por aquellas calles de aquella ciudad que tanto amaba porque en ella vivían las gentes donde Ella, siglos atrás, decidió aposentarse.

Su primera reacción fue de sorpresa al comprobar qué madrugadores eran sus hijos para ir a trabajar. Los ríos de coches y paisanos enfundados en sus chaquetas y abrigos para ir a las fábricas, talleres u oficinas era incesante en una ciudad que se desperezaba mientras las primeras luces anaranjadas asomaban por el horizonte.

Como aquella mañana hacía un frasquete que levantaba el apetito, María y Gapi, vieron una cafetería abierta y creyeron que lo mejor para empezar el día sería tomarse un chocolate con churros. Una atenta camarera de tez morena y acento hispano se dirigió a su mesa, tomó nota de la consumición y les trajo el suculento desayuno. Poco después volvió a acercarse y les dijo:

-Son tres euros con cincuenta.

-Perdona, ¿qué has dicho? –preguntó Gapi.

-Que son tres euros con cincuenta.

-¿Tres euros de qué?

-¿De dónde venís vosotros? ¿Estáis en la Luna o qué? De dinero, de qué va a ser.

-Lo siento pero no tenemos dinero –se lamentó el apóstol urbano.

La camarera advirtió el deje de preocupación del hombre y le susurró al oído: “No os preocupéis. Podéis iros. Aún no ha venido el jefe. Yo también sé lo que es venir aquí y no tener dinero para comer. Como vosotros, yo también soy inmigrante”.

Acto seguido, se levantaron y encaminaron sus pasos hacia el mercado con sus olores de frutas y verduras frescas, pescado del día y carnes rosadas. Las mujeres que a Ella le adoraban estaban allí haciendo la compra pero no la conocían sin sus reales ropajes. María no lo tomaba en cuenta y seguía su caminar con Gapi, cada vez más aturullado en sus pensamientos. Llegaron a las naves de un taller. Tocaron a la puerta y salió un señor barrigudo, calvote con mostacho, manos untadas de grasa y un lápiz en la oreja izquierda.

-Vengo a darte las gracias. En mi nombre y sobre todo en el de mi Padre y mi Hijo

-¿Qué dices, chica? Si vienes a que te dé faena espera un momento y te doy una nota de cien pares.

-No. No venía por  trabajo. Te he dicho que quería verte para darte las gracias.

-¿Gracias de qué? –inquirió el pasmado dueño del taller.

-Por dar trabajo a Luis. Sabías que había salido de la cárcel y necesitaba trabajar y le las dado un curro. Sabe que está cambiando su vida y te lo agradece infinitamente. Ha dejado los chutes y está luchando por salir adelante. Además ha encontrado un buen amor.

El mostachudo señor se rascó los pocos pelos del cogote que le quedaban y pensó para sí: “¿Cómo puede saber esto esta chica? No será una de esas adivinas de la tele…

María y Gapi marcharonse de aquel taller. Sus pasos les guiaron por calles estrechas y empinadas hasta llegar a una casa en los límites de la ciudad. Subieron las escaleras gastadas. Tocaron a la puerta y abrió una mujer con pocas ropas sobre su piel.

-¿Puedo pasar?

-Pasa, pasa. Buscas trabajo, ¿no? Y tu acompañante pasar un buen rato.

A esto,  San Agatángelo le siseó al oído a María: “Señora, este es un antro de perdición. Cállate, Gapi, que sé muy bien dónde estamos.

-No quería trabajo. Sólo venía a daros las gracias.

-Las gracias, de qué guapa.

-Gracias porque sé que hace poco la recaudación del día se la disteis a una compañera para que pudiera viajar a ver a su padre antes de que estuviera a punto de pisar la Casa del Padre. Sin rechistar, sin un mal gesto. También sé que venís mucho a visitarme y encomendarme muchas oraciones.

-¿Quién eres tú?

-Vuestra defensora, siempre. Verdad,  Gapi.

-Sí, claro, claro…Señora…perdón María.

Las supuestas mujeres de la vida se arrodillaron ante Ella porque adivinaron de inmediato quién venía a visitarla y empezaron a llenarla de alabanzas y atenciones.

-¡Ah! Por cierto, decirle a don Agustín, como vosotras lo llamáis que no sea tan golfete. Ya sé que antes de estar con una de vosotras os da la absolución de vuestros pecados y luego descarga su fogosidad. Hombres, siempre tan débiles y fallones.

Todas se quedaron boquiabiertas. San Agatángelo sin saber qué decir ni dónde meterse ruborizado y atónito.

-Vámonos, Gapi, que aún me queda un sitio por visitar

A primeras horas de la tarde cogieron un autobús y se dirigieron al hospital. Se internaron por pasillos y escaleras hasta llegar a una habitación donde un joven se encontraba acostado, aquejado de una grave enfermedad. Ella cruzó la puerta. Alzó la mirada más allá del ventanal recién abierto y elevó su voz a lo alto de la tarde luminosa y mediterránea. “Os pido que le ayudéis. Ama la vida y le queda mucho camino adelante”. De repente, una paloma surcó la explanada, se internó en la sala y se posó en la almohada junto al joven a quien dio un beso con su pico en la frente mientras un rayo de luz atravesaba en diagonal la estancia.

-Vámonos, Gapi. Ya estoy cansada por hoy. Mañana más

Cuentan los médicos que pocos casos como aquel se han dado en la Historia de la Medicina. De una curación tan rápida y efectiva sin que haya explicaciones científicas y médicas al respecto. Nadie podía entenderlo. Sólo Gapi y Ella.

Las noticias sobre las escapadas de la Señora, o mejor dicho, María, llegaron en un santiamén a las esferas celestiales. Los ángeles guardianes, seguidores a ultranza de las andanzas de la Madre por los caminos terrenales, habían comunicado rapidísimamente a su Hijo, Jesús, que su Madre se marchó de su trono real de estrellas y esperanza para deambular entre el mundo, como una más, cuando Ella era el horizonte diario de muchas miradas y oraciones.

Pero no sólo al Hijo…Les faltó tiempo para comunicar la extraña nueva al Padre. El Topoderoso estaba sentado en su pedestal observando el devenir del universo y de sus hijos terrenales cuando un numeroso grupo de  ángeles, arcángeles y santos alarmados, le solicitaron inmediata audiencia.

Aquel día el “Number One” había amanecido con un soberano dolor de cabeza. Hacía tiempo la corona en forma de triángulo isósceles le pesaba sobremanera. Eran ya muchos siglos con ese aditamento ideado por la tradición en su augusta frente y encima los coros de los ángeles alabándole sin cesar con sus cánticos. La verdad, estaba un poco hasta la coronilla y añoraba un poquito de descanso.

Para más INRI, ahora venían un numeroso grupo de ángeles terrenales con el propósito de que el Padre llamase la atención a la Virgen. Pues no es nadie María para que me haga caso. Como si no tuviera suficientes defensores de su comportamiento aquí arriba y allá abajo”. Su primer valedor era su Hijo, Jesús de Nazareth. “Lo que Ella haga bien está”. Su marido terrenal, San José, también aceptaba las decisiones de su mujer. ¡Qué remedio! ¡A ver qué esposo contradice las decisiones de su mujer! La corte de fervientes admiradores de María no acababa aquí. Los apóstoles en masa, con San Pedro como portavoz, estaban a una con Ella. Y luego todos los pecadores, que eran legión, que gracias a la intercesión de María lograron reunirse en el Cielo con los suyos.

La cosa se presentaba complicada y Dios no tuvo más remedio que convocar sesión plenaria para debatir el tema de la escapadita de la Señora. De una parte, los ángeles custodios y los santos ortodoxos pedían al Padre que le recriminara en público su actitud. Ella debía ser venerada por generaciones de hombres y mujeres y por tal motivo había de permanecer en su trono. Todos debían acudir a su presencia y no la Madre de Dios ir detrás de cada uno de sus hijos. Jesús, escoltado por sus discípulos y una muchedumbre ingente de pecadores, junto a otras mujeres como María Magdalena, María Iacobé e Isabel, pensaban todo lo contrario.

Era necesario acomodarse a los tiempos y éstos demandaban que el templo no fuese un espacio cerrado y perfectamente delimitado sino que la misión de María estaba en la calle, en el bar, en el puesto de trabajo, en la casa, en la bolera, en los recreativos, en los parques, en los garitos de moda, en el hospital, en la cárcel, en el psiquiátrico y no sólo en el camarín.

Unos y otros exponían sus argumentos. Las cadenas de televisión retransmitían el evento a todas las moradas celestiales donde millones de espectadores  asistían expectantes al desenlace del debate. Allí nadie se ponía de acuerdo. La jaqueca en la cabeza del “Origen” aumentaba a pasos agigantados. Las partes no se avenían a un consenso y aquella discursión tenía visos de eternizarse. El “Number One” quería acabar ya con la cuestión y solicitó a María que se presentara en mitad de la sala.

-¿Qué tienes que decir? –preguntó el Padre Eterno.

-Pues que voy a seguir haciendo lo que crea que tengo que hacer. La gente está en la calle y no todos van al templo. Tú, bien sabes, que no se puede medir el alma de una persona por su conducta externa sino por sus hechos y su ideario interior. Y es lo que hago. Ir donde estén mis hijos y lo seguiré haciendo, digan lo que digan.

El Todopoderoso, viendo que la decisión de Ella no tenía vuelta atrás, decidió resolver a favor de María. Pero cuando la sesión parecía terminar, San Pedro, tomó la palabra para dirigirse a todos y comentó:

-Perdona, Padre. Queda un tema que me gustaría comentar ahora que estamos todos presentes. Un asunto de grave importancia que gravita sobre el pensamiento y el corazón de muchos hombres y mujeres.

-Habla, pues.

-Me refiero a la inmortalidad del alma en la tierra. Los hombres tienen miedo a morir a pesar de la promesa de vida eterna. Siente pavor a cerrar los ojos del cuerpo. Dicen que si la vida es lo único que conocen con sus sentido, por qué no prolongar su estancia abajo indefinidamente. Es el profundo miedo a la muerte, a no saber qué podrán encontrar después.

-Envié a mi Hijo hace dos mil años para transmitirles la promesa de la vida eterna. La muerte no es más que un tránsito de un estado a otro más perfecto.

-Sí, ya lo sabemos, Padre, y muchos hombres abajo también. Pero el miedo en la hora suprema les atemoriza. El terror a enfrentarse a lo desconocido causa honda incertidumbre. El destino de su vida, el miedo a la nada, la insconciencia absoluta.

-Lo siento. Es una prueba que todos deben superar. Todos hemos sido probados y en la libertad de elegir fundamos nuestra confianza. Incluso Jesús en su hora suprema tuvo miedo y siguió adelante. Es una apuesta en la libertad de cada hombre y así debe seguir. El miedo es humano pero la fe es un regalo divino que cada persona puede aceptar o no. Tú, bien sabes, que no soy castigador. Quiero el amor y la felicidad para todos mis hijos y así es y así será a través de los tiempos.

La sesión concluyó con este parlamento del Padre Eterno. Poco a poco, todos se fueron yendo de la sala a sus ocupaciones. María bajó otra vez al mundo y siguió con sus salidas para ver a los hombres y mujeres tristes y desamparados. Gapi seguía refunfuñando tras Ella más todo estaba dicho y decidido.

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