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ISSN 1989-4163

NUMERO 05 - SEPTIEMBRE 2009

 

Pulsión

Javier Cánaves

Resulta curioso como, desde siempre, la barbarie ha fascinado a los abanderados de la civilización, por hablar en términos europeos. Será porque en ella, la lucha entre el bien y el mal resulta encarnizada, dejando de lado sutilezas e hipocresías. Existe en lo extremo de sus manifestaciones un aire puro, primigenio, el regalo secretamente buscado de la aniquilación, del sacrificio. El heroísmo y la devastación encuentran su escenario predilecto, la tensión idónea para la cuerda en la que se sustenta la vida. ¿Puede servir esto para explicar, más allá de intereses económicos o políticos, lo sucedido en Georgia, Irak o la antigua Yugoslavia, por hablar de tres ejemplos más o menos recientes? Una cosa está clara: nos aferramos con más fuerza a conceptos abstractos como patria o Dios que a otros más cercanos y supuestamente más beneficiosos como estabilidad o bienestar. Nuestro amor a la vida nos empuja a la muerte. Esto es así porque sólo en el límite, en la frontera, la vida alcanza su significado más  elevado, se desprende del letargo implícito que conlleva la civilización. En el grito animal se agazapa el impulso inaugural, fundador. La pureza que late en la barbarie es como el vacío para el suicida vocacional. Es posible que esto también pueda explicar la defensa y añoranza que muchos intelectuales sienten por el reino natural, donde sin duda serían aniquilados a las primeras de cambio. Así las cosas, ¿cómo contradecir a Freud cuando habla de la pulsión de muerte? Michel de Montaige cuenta, entre fascinado y horrorizado, como en el reino de Narsingo las mujeres eran quemadas vivas durante los funerales de sus maridos, a los que acudían alegre y voluntariamente. O como los habitantes de la ciudad de Arras, tras la conquista de Luis XI, prefirieron morir ahorcados antes que gritar: ¡viva el rey! ¿Acaso el Che no abandonó a su mujer e hija para salir al encuentro de una vida auténtica, es decir, con sentido, o lo que es lo mismo: de una muerte inmortal? ¿Y qué decir de los terroristas suicidas? La recompensa es tremendamente atractiva. Por eso mismo, el diálogo con un terrorista convencido siempre resulta inútil. La pulsión de muerte es cegadora. Nadie está a salvo.

 
 
Vamos a hablar de poesía

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