Hacía ya ocho meses que empezaron las obras de la casa y tenían pinta de continuar por siempre. Se suponía que en tres semanas todo estaría listo, pero la cosa se fue complicando hasta llegar al caos absoluto. Ricardo compró la casa con la intención de arreglarla un poco y entrar de inmediato a vivir en ella. Quería ensanchar el sótano para hacer un garaje así que contrató a unos operarios. Pero en cuanto éstos empezaron a cavar, encontraron cientos de restos humanos en sótano y jardín. En un principio, se pensó que la casa había sido habitada por un asesino múltiple, pero más tarde se descubrió que aquel resultaba ser el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca. Según el carbono catorce, aquellos huesos eran los más antiguos encontrados hasta la fecha. Paralizaron las obras y los expertos comenzaron a desenterrar cuidadosamente todas aquellas osamentas y cráneos. De la noche a la mañana, la propiedad de Ricardo se llenó de afamados arqueólogos, estudiantes de arqueología, especialistas, periodistas y curiosos que fueron desplazando a Ricardo de tal manera que finalmente se vió forzado a mudarse a un hotel cercano. Según pasaban los días y semanas, Ricardo se iba ofuscando más y más con la situación. Los jodidos huesos de mierda, los estúpidos arqueólogos, los asquerosos de la prensa, los hijos de puta del ayuntamiento que ignoraban sus quejas… Estaba cabreado con todo hijo de vecino. Para rematarla, al poco le llegó una misiva estatal en la que le comunicaban la inminente expropiación. Aquellos ladrones le daban por su casa menos de lo que le había costado. Fue la gota que colmó el vaso. Ricardo fue siempre un hombre pacifico, pero no podía tolerar la injusticia que estaba sufriendo. Proteger sus pertenencias, era una cuestión de principios. Aquel día, cuando se hizo de noche, cogió la escopeta de caza y unos cuantos cartuchos. Lo metió todo en una bolsa de deportes y salió del hotel camino de su casa dispuesto a lo que hiciera falta para recuperar lo suyo. A medida que se iba acercando, su conciencia le iba diciendo que había mejores soluciones, que se parase a pensar, pero la rabia y la frustración le hacían seguir caminando. Cuando llegó a su casa, se detuvo unos instantes, valorando si las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer compensarían el valor de aquellas cuatro paredes. Por las ventanas se veía luz, y a través de los visillos se apreciaban siluetas que pasaban de un lado a otro en un ir y venir constante. Por un momento, pensó que no había traído suficientes cartuchos para tanto invasor. Tenía la boca seca pero sudaba a chorros. Estaba en un momento crucial de su vida. Lo que pasase a partir de entonces, marcaría para siempre su destino. Podía coger el dinero que le daba el gobierno y olvidarse del asunto, o empezar a tiros con todo Dios. La decisión era suya, sólo suya. Ahora que se fijaba bien, su casa no le parecía gran cosa. De hecho, ni siquiera le gustaba. Era igual que el resto de casas de la urbanización, todas cortadas con el mismo patrón, tan sólo distinguibles por el número de la entrada. Necesitaba beber un vaso de agua o la lengua se le pegaría para siempre al paladar. Estaba a unos metros de su cocina, pero había una frontera infranqueable que le impedía entrar y saciar su sed. De pronto la puerta principal se abrió. De ella, salieron una jovencita y un chico delgado con gafas. Ricardo se quedó parado sin saber que hacer. La pareja avanzó hacía él. Si iba a disparar, aquel era el momento. La cremallera de la bolsa estaba medio abierta. Cuando estaban solo a medio metro, la joven se detuvo y reconoció a Ricardo.
- ¿Usted es el dueño de la casa? – le preguntó emocionada.
Ricardo guardo silencio sin saber que decir.
- ¡Fue Usted el que encontró los huesos! ¿Verdad?... Gracias a Usted podremos saber mucho más de nuestros antepasados… - añadió mirándole con los ojos como platos.
Ricardo intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que se quedó atascado en el intento.
- Usted pasará a los anales de la historia – dijo el joven con un tono muy serio.
- Gra… Gracias. – consiguió articular Ricardo.
La pareja se despidió amablemente y continuó su camino. Ricardo estaba fuera de juego, tan confundido como nunca. Soltó la bolsa y se puso a llorar como un niño al que acaban de robar su juguete favorito. Aunque se sintió tremendamente ridículo, no pudo frenar el llanto. Necesitaba soltar lastre. Cada lágrima iba cargada de frustración, rabia y resignación. Estuvo así un rato, luego recogió los bártulos y regresó al hotel. Mientras se secaba las lágrimas en las mangas, se consoló pensando que por lo menos, pasar a la historia por haber encontrado el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca era mejor que hacerlo por asesinar a unos cuantos estudiantes de arqueología.