Marina, Marguerite y Mimi tienen en común a su marido que, como sus nombres, empieza por “m”. El armario de cada una de ellas se componía de las mismas prendas, pero de diferentes allures. Si era Karl Lagerfeld para Chanel el que confeccionaba los belicosos petites robes noires con los que Marina se deslizaba por los salones de baile y los restaurantes para el almuerzo mientras besaba a su marido tímidamente en la mejilla, éstos pasaron a convertirse en sofisticados conjuntos de Prada con los que Marguerite visitaba las galerías de la zona centro de París y compraba magdalenas y zapatos a partes iguales en Le Marais los viernes por la tarde y, más tarde, en sexuales saltos de cama que Mimi lucía en la intimidad. En esas cuatro paredes tan pequeñas o tan grandes que conformaban el dormitorio.
A medida que los años pasaban y las esposas se sucedían, Monsieur M diversificaba sus amantes y sus regalos a mujeres cada vez más… interesantes. Sí, interesantes es la palabra adecuada. Si el anillo de Marina fue un delicado diamante de Tiffany sustituido por otro algo mayor con el primer ascenso, el de Marguerite fue un rotundo solitario que completó el juego de collar, pulsera y pendientes de antes de firmar el divorcio. El de Mimi era de Dior y estallaba en colores y provocaciones. Corazón sangrante.
Si antes las mujeres se vestían por los pies, ahora Mimi empezó por aprender a usar el liguero y luego dio el salto al strapless de Monsieur John. Ahora, como tercera esposa de Monsieur Marido, Mimi debe ser más respetable. Ya no puedo pasearse con una gabardina sin-nada-más y una botella de champán. Ahora necesita un poco más.
Grandes dosis de… encanto regadas con talones que firma su marido. Su infiel marido que le obliga a ser fiel a Dior. Y John Galliano sonríe. Las suyas ni son las putas de Versace ni las trabajadoras de Armani. Las suyas no son las señoras de Chanel, las praditas de Miuccia, las fashion victims de Balenciaga o las trendsetters pre-post burning de Alexander Wang. Las suyas son esas damas que se contonean ante su marido. Les dio trabajo conseguirle y ahora quieren retenerle el tiempo suficiente para desplumarle o encontrar a una gallina más gorda y más vieja o un gallo más joven y reluciente. Primero en ligueros, luego en traje sastre y finalmente de novias -casi- virginales. Siempre con el rojo fuego que reza que son peligrosas; más de lo que imaginas.
No la aceptan en el club social; Marina y sus amigas, ahora desoladas tras saber que Monsieur M no era más que otro miembro del club de los canallas quizás líder de las próximas fugas de sus maridos, repudian a Mimi. No forma parte del Todo París cosmopolita de Marguerite. No es bien recibida en Colette y no acudirá a la presentación de los últimos grabados de Zorn.
Mimi ya no puede verse con aquellas rubitas escandalosas que alquilaban una casa barata en los Haptons en Misery Street con la esperanza de encontrar o un buen partido o un buen amante. Ellas ya sabían que no se puede tener todo pero, si hay que escoger, penas con Dior son menos penas que con Topshop.
Tampoco forma parte de la élite de ninguna secta de la Alta Sociedad. Sólo le queda tirar de talonario o aparentarlo.
Y llega John y conquista su corazón. Aún son jóvenes sus propuestas, no son demasiado arriesgadas y están reconocidas. Sus delirios se acallan bajo el nombre de Monsieur Dior y ésta sigue siendo una de las casas más respetadas de Francia. Vogue USA siempre lo aclama y en París siguen besando sus pies deseando escapar de la ciudad de la luz colgando de un racimo de globos de colores tras correr por las calles en bicicleta.
Aunque ella siempre será una querida. Y París no es la vieja madre patria.