Tomeu era un hombre corpulento, de barriga acomodada, piel prieta atezada por el sol y barba blanca de cinco días. Había aceptado venir a la fiesta de su sobrina porque su hermana se lo había suplicado con mucha educación. Me gustaría que vinieras, habrá mucha gente, pero serán todos demasiado jóvenes, cuarentones felices, y no quiero sentirme sola.
Cuando Tomeu llegó a la fiesta, le gustaron las guirnaldas de luces que iban del algarrobo al almendro y del almendro al peral y del... ¡Un peral!, exclamó para sí. A veces los objetos más triviales nos parece que los vemos por primera vez en la vida. Y Tomeu era un experto en sorprenderse con objetos triviales. Si se llega a enterar de que también había un borrico en la parte de atrás, habría ido a tocarle el morro blanco y a tratar de acariciar su lomo marrón.
Él y su hermana tomaron asiento en los bancos que flanqueaban una mesa bajo el porche de la entrada de la casa. Los anfitriones lo habían organizado para que todo lo necesario se encontrara fuera de la pequeña vivienda: la comida, la bebida, la piscina, el borrico, la música y hasta el cuarto de baño, los almendros y los perales y por supuesto, los algarrobos, todo fuera de la casa.
Tomeu y su hermana, y algún que otro automarginado más, se encontraban en la gloria sentados en aquellos bancos tan cómodos y en un lugar tan recogido y sin tanto trasiego de cuarentones felices.
La noche de julio se dejaba vivir, la brisa refrescaba lo justo para sentirse bien. La puerta de la casa, ajena a todos, permanecía cerrada, con la llave puesta. La vida se hallaba afuera esa noche de verano.
Y ya se sabe lo que sucede en las fiestas, la gente habla con la gente, se conocen unos a otros y se van presentando otros a unos y se van creando corritos de allegados y alguna que otra pareja se aísla del mogollón y otros se quedan solos por un momento. ¿Que haces aquí sola?, suele preguntar algún explorador. Y la que está sola suele responder: Nada.
Tomeu sentía esa soledad, la misma soledad. Se rascó la barba blanca y miró a la derecha. Su hermana no paraba de hablar con un señor que le habían presentado y que también tenía un hijo cuarentón. ¿Está en la fiesta?, preguntó ella. No, tenía que ir a otra fiesta, respondió él. Después Tomeu miró a su izquierda. El volumen del equipo de música acompañaba, pero no molestaba. Qué aburrido, se dijo, detallando una gran fila de ramas secas apiladas contra un murete.
Se levantó y a horcajadas se fue deslizando hacia la izquierda con la intención de estirar las piernas. Irguió su cuerpo, y echó las manos a los costados de la espalda. Entonces la vio. La puerta. Una puerta de tamaño normal, pero... ¡La habían hecho con solo tres tablones! Tres. Anchos.
Tomeu se acercó, posó la palma de su mano sobre esa puerta magnífica, la dejó resbalar por el tacto de la madera, y palpó las juntas perfectamente ensambladas. ¡Qué puerta!, se dijo asombrado. Miró hacia atrás: la concurrencia hablaba y bebía y comía, ajena a la sorpresa de Tomeu. Para él todo estaba en silencio ahora. Volvió a mirar esa puerta. La llave en la cerradura. Un silencio divino. El hombre inquieto llamó la atención de aquellos con los que hasta ahora había estado compartiendo triviales fruslerías. ¿Habéis visto esta puerta?, preguntó. Pero su hermana mostró un gesto de desinterés, y el resto de los allegados le siguió la corriente. Tomeu no se dio cuenta de ello. Se sentía tan atraído por esa plancha de madera que le daba completamente igual que no le hicieran caso.
Giró la llave y empujó la puerta. La notó maciza y, al tiempo, ingrávida. Entró. Y entornó la puerta con dulzura. A oscuras. El hombre apenas podía adivinar las formas del envés. Quizá seguía hablándole a su hermana, mientras palpaba la madera, quizá trataba de convencerle de que aquella puerta era la puerta más bonita que había visto jamás.
Cuando salió, con la mirada pegajosa como resina del árbol que parió a esos tablones, le pareció que la explanada con guirnaldas de luces y los cuarentones felices vestidos de blanco y su hermana sentada a la mesa y su sobrina y un hombre que le preguntaba algo a una mujer sola sentada en una silla bajo el algarrobo eran los decorados de un escenario celeste. Por un momento se preguntó si seguía vivo. Hasta que su hermana le despertó,
con una pregunta extraña,
¿quién es esta Petra de la que hablabas en sueños, Tomeu? ¿la conozco?