Son las siete de la mañana. Apenas he dormido. Después de una semana bombardeando a los alemanes, han cesado los cañones. Están todos muertos. Salimos de la trinchera y avanzamos para ocupar las posiciones enemigas.
Un paso. Cada paso es importante. Cada uno es el último.
Nací en Londres el 7 de agosto 1888, el mismo día en que apuñalaron treinta y nueve veces a Martha Tabram. Nadie vio ni escuchó nada, supongo que después de las siete primeras puñaladas ella tampoco le dio importancia a la insistencia del otro. Nací llorando como un cerdo al que degüellan cabeza abajo. Mi padre no estaba en casa. Mis hermanas guardaban debajo de la cama gusanos de seda en una caja. A Martha Tabram no la mató Jack el Destripador, ni siquiera le queda ese prestigio.
Otro paso. A los seis años jugábamos en la calle Bucks Row, crucé corriendo por delante de una berlina y los caballos se encabritaron. El cochero bajó y me abrió la cabeza golpeándome contra la pared. Mary Ann Nichols carecía de cuatro peniques para una cama y fue a por ellos a esa calle. Mary Ann no se dio cuenta de que las piedras eran blandas y que hubiese podido dormir allí, yo sí que sentí cómo cedían las piedras cuando las golpeaba mi cabeza. El cochero metió cuatro peniques en mi bolsillo y mis amigos me llevaron a casa. No había nadie, era como si hubiesen limpiado del suelo las manchas de sangre antes de que yo entrara con la cabeza rota.
Un nuevo paso. A los diez años arrojamos una camada de gatos al río. Al abrir los ojos las crías estaban dentro del saco intentando ser felices. El fardo flotaba porque olvidamos meter una piedra. Se hundía despacio y mis amigos perdieron la atención a esa muerte sin detalles. Preferían contar cómo a Annie Chapman la destriparon y se desangró en el suelo del patio trasero del 29 de Hanbury Street. Los gatos dejaron de ser felices cuando se ahogaron sin darse cuenta de que la vida era otra cosa. Mis amigos convinieron ir al cementerio de Manor Park por ver la tumba de Annie Chapman. En casa mi madre echaba al fuego un tablón de la escalera y yo me pregunté si querría estar dentro o fuera cuando nos quedásemos incomunicados sin peldaños. Mis hermanas habían emigrado a cultivar patatas en Irlanda y mi padre le sacaba los ojos a los pájaros para que no escaparan y jugase con ellos mi hermano pequeño.
Sigo avanzando. A los catorce años conocí a una chica orgullosa de ser hija de Elisabeth Stride. Para ser cierto hubiera tenido que nacer después de la muerte de su madre porque aquella niña tenía sólo trece años. Ella lo justificaba con el detalle de que fue la única víctima a la que no le sacaron los ovarios. Guardaba en el bolsillo una piedra de la que decía que era el auténtico riñón de Elisabeth Stride y que cuando lo sostenía en la mano sentía sus latidos porque el secreto de su madre era que no tenía otro corazón por ser extranjera. Aquella chica se sentaba en el suelo frente al número 40 de Berner Street y pedía limosna. Sonreía como si aquellos adoquines empapados en sangre fuesen dulces como bizcochos. En casa mi madre se había comprado ginebra y un sombrero nuevo, y gritaba que mi padre era Jack el Destripador porque al nacer mis llantos le habían desquiciado. El sombrero era horrible. Nunca superó la muerte de mi hermano.
Cada paso hacia delante deja atrás una huella. La mochila pesa como un vientre lleno de vida. A Catherine Eddowes el asesino le extirpó el útero porque estaba embarazada. Yo le llevaba flores al cementerio porque eso me reconciliaba con el recuerdo de los gatos a los que ahogamos. Me casé antes de cumplir los veinte años y mi padre me golpeó en la frente con un tablón de madera. Me dijo que así me metía en la cabeza un trozo de ataúd. Morir al irme de casa, pero la muerte abrió una vieja herida de cuando tenía seis años. Ahora ya no me acuerdo de mi mujer porque en el fondo la odiaba. Puede que al principio la quisiera pero ya no recuerdo si fue verdad. Demasiada ginebra y peleas en casa. Huesos rotos, resentimiento y suciedad. Llevarle flores a Catherine Eddowes me apaciguaba, igualarme a su sufrimiento calmaba el odio a mi esposa. Mi madre mantenía en jirones aquel sombrero encima de su cabeza, como si tuviese miedo a quitárselo para irse a dormir, como si los sueños ya no volviesen a ser los mismos después de lo que dijo de mi padre.
Un paso más, aún no estoy muerto. Giro hacia atrás la cabeza, mis compañeros me siguen porque la muerte es hermosa. Mary Jane Kelly fue la última víctima, eso da mala suerte y puede que por eso dejara los ojos sobre la mesita de noche, para no ver lo que iba a sucederle. Se arrancó los pechos para abrir paso al corazón, lo desmontó y lo dejó también al lado de la cama. Tenía sueño y no esperó despierta al asesino, por eso dibujó en el cuello una línea y separó la cabeza para acomodarla a la almohada. Mary Jane esparció los intestinos alrededor del cuerpo para liberarse de su servidumbre y se arropó con una sábana. Tenía miedo, pero como sus ojos no tenían párpados para cubrirse, los cogió de la mesita de noche, uno en cada mano, y apretó los puños...
Mary Jane gritó como ahora gritan mis amigos. Los alemanes no están muertos, han salido de sus refugios. Es el momento de la violencia y de la siega. Los alemanes nos ametrallan. Nos hundimos en el barro, recitamos los poemas de Housman, pero yo soy un ignorante y no los conozco. Morir sin el consuelo de anhelar la belleza que otorga la muerte. Llegamos a las alambradas enemigas y comprobamos que los cañones no las han roto. Imposible atravesarlas. Veo a un hombre que se ha desgarrado el vientre y contempla las tripas que le llegan al suelo. Le pregunto si le duele cuando se las piso, pero se dispara en la cabeza sin contestarme.
Todos caen a mi alrededor, pero me empujan los que vienen detrás. Me pregunto lo que se siente al matar a alguien con tus manos, sujetarle por detrás y degollarle. No tengo alemanes a mi alcance, sólo hay ingleses. No quiero morirme sin hacerlo. Esta carnicería borra los límites morales, ni siquiera a mi víctima puede importarle porque todos vamos a morir delante de las alambradas.
Doy vida a este pelirrojo. Ya no le quedaba nada por sentir. Estaba seguro de que una bala iba a matarle, pero su vida ha dado un vuelco cuando lo he agarrado y le he rebanado el cuello con una navaja. No lo esperaba. Se sentía acabado pero aún le quedaba un nuevo misterio al ver que yo le mataba. Los soldados caen frente a las ametralladoras como sacos apilándose en el suelo, pero éste ha despertado de su sueño antes de morirse. Un pequeño forcejeo, primero asombro y después resistencia, apenas un quejido como un escape de aire al abrirle la garganta. Ha muerto con vida, la que yo le he dado cuando él no esperaba nada.
¡Me siento a salvo en Whitechapell!