Hace treinta y tres años se extinguía en La Habana José Lezama Lima, víctima de una crisis asmática que le venía persiguiendo desde la niñez y con la que Lezama jugó al ratón y al gato toda la vida, fumando puros descomunales y respirando el polvo de su querida biblioteca. A los admiradores que iban a visitarlo, Lezama solía dejarles boquiabiertos con una de esas frases suyas que encerraban no sólo humor y bondad, sino también una sabiduría ancestral, como si en el número 162 de la calle Trocadero se ocultase no sólo uno de los mayores poetas del siglo, sino también un afable maestro zen, un filósofo idealista y un oráculo délfico, todo ello encajonado en el interior de un orondo caballero cubano. Una vez respondió, agobiado por el ruido de una obra en la calle: “¿Cómo quieren que me encuentre, con ese estruendo wagneriano ahí fuera y yo aquí dentro, con mi chaleco mozartiano?”. Otra vez, ante el reproche de unos amigos que no podían descifrar la contradicción entre sus toses del fin del mundo y el habano que humeaba en su boca, Lezama advirtió: “Yo ya he hablado con mi muerte; ahora a cada uno le toca saber”.
En Lezama el verbo siempre se hacía carne, oráculo, poesía, cuerpo y sombra del misterio; en cualquier momento, en una conferencia o en una heladería, en una lectura pública o en un paseo por el malecón, cuando se encontraba con algún conocido y Lezama le preguntaba amablemente qué tal iban esas resonancias. No era uno de esos poetas que se ponían el chaleco para escribir, su querido chaleco mozartiano siempre lo llevaba puesto. Barroco hasta la médula misma de los huesos, hasta el tuétano del idioma, el lenguaje de Lezama proviene de una de las vetas esenciales del castellano, del propio Góngora, en quien el escritor cubano se reconoció como en un espejo de ultramar, una reencarnación luminosa y magnánima del gran artífice cordobés.
Lezama Lima apenas salió nunca de La Habana y, como Kant en Könisberg, tampoco fue muy lejos ni por mucho tiempo. Sabía que el viaje en tanto desplazamiento físico era una estupidez y una pérdida de tiempo, y que él tenía todo lo que necesitaba en su biblioteca y en los libros que sus amigos escritores le mandaban desde cualquier parte del mundo. Como Joyce, como Borges, como Paz, y probablemente aún en mayor medida que ellos, Lezama creía que el mundo cabe en una sola palabra; era uno de esos raros escritores que representan la autonomía absoluta del texto, la suficiencia de una obra hecha por y para el lenguaje, donde el lenguaje se celebra y se yergue, se crea y se destruye, sin otra intervención del amanuense que un vago reconocimiento y un vago asombro. Píndaro y Confucio, Tácito y Hegel, Donne y Garcilaso se dan la mano en su obra con la naturalidad de viajeros que se encuentran en una posada, que no se han visto nunca y que de repente se saben hermanos. Del mismo modo, la poesía y la prosa borran sus fronteras en sus libros, y si muchos de sus poemas, por ejemplo, el impresionante Dador, comienza con fragmentos en prosa, su obra maestra Paradiso, una de las novelas del siglo, está escrita con los ritmos y los modos del poema: un cruce monstruoso entre Proust y Joyce, donde Proust hubiese cambiado la melancolía por el gozo, y Joyce la ceguera por el asma y el whisky irlandés por vino dulce de la parroquia.
Paradiso remite a la Divina Comedia de Dante, pero también es el paraíso de la infancia, que Lezama, al contrario que Proust, nunca perdió del todo, porque supo trocar las golosinas de la niñez por los azucarillos y los dulces de la cocina cubana, y los juegos lentos e incomprensibles de los críos por una poética asombrosa y desmesurada donde cada frase forma una adivinanza. Lezama juega con las palabras como el niño de Heráclito al borde de una playa en cuyo vaivén se percibe la mano inmensa del tiempo. Cortázar, que fue uno de sus grandes amigos, siempre se admiró ante la facilidad con la que el escritor cubano era capaz de urdir esas conexiones inesperadas que son el centro mismo de la escritura y que el propio Lezama definió como la “causalidad oblicua”: el hombre que al entrar a oscuras en su cuarto y girar el conmutador de la luz, inaugura sin saberlo una cascada en el Ontario.
Una vez habló de esas islas imaginarias que dibujan los niños, “papeles donde se diseñaban desembarcos en países no situados en el tiempo ni en el espacio, como un desfile de banda militar china entre la eternidad y la nada”. No en vano, Lezama vivía en una calle llamada “trocadero”; no en vano, le dedicó toda la poesía a su madre, Rosa Lima de Lezama. Por eso Paradiso es también el cielo prometido, porque el catolicismo era, para Lezama, una fuente infinita de gozo y de poesía donde todos los amigos serán reencontrados, donde la palabra también se vuelve carne y sangre, y la teología palpita entre deslumbrantes metáforas. En uno de sus sonetos llama a la Virgen “deípara, paridora de Dios”, con lo cual cambia el estigma de la inmaculada concepción para subrayar el misterio central y doloroso del parto. Con uno de sus mejores amigos, el padre Gaztelu, solía sostener apasionadas discusiones teológicas, como aquella en la que, ante la insistencia del sacerdote, el poeta admitió que de acuerdo, que el infierno existía, pero que no había nadie en él. Así, Lezama alumbró ese concepto sorprendente, que hubiese aterrado al Dante. Más asombroso si cabe que un infierno inexistente o un infierno moral, es el de un infierno vacío, inhabitado e inhabitable, un yermo devastado no habitado por almas ni por demonios y sembrado aquí y allá de absurdas máquinas de tortura, convertidas por mor de su propia inutilidad en verbos intransitivos o cachivaches surrealistas. El infierno vacío: ¿hay alguien que haya expresado una definición más perfecta y más hermosa de lo poético?
En nuestros tiempos, entre algunos poetitas de andar por casa, está de moda despreciar a Lezama, casi por los mismos motivos por los que tantos imbéciles despreciaron en su día a Góngora: por oscuro, por difícil, por gratuito. Don Luis se revolvía altivo y se hundía en un silencio hosco; Lezama, en cambio, sonríe, como un buda nietzcheano, da otra calada a su puro y sacude la ceniza. Lleva muchos años, treinta y tres años ya, hablando con su muerte y no puede perder el tiempo en bobadas. Cuando se levante y se vaya, camino de ningún sitio, nadie se dará cuenta de que la ceniza del puro, caída en el suelo, forma una palabra.