Me gusta que las novelas me sorprendan con una primera frase rotunda, seductora, original, distinta. Tengo claro que una historia cuyo arranque me entusiasma difícilmente me defraudará después. Exactamente lo que me ocurrió con ésta del traductor y crítico José Morella (Ibiza, 1972) desde que abrí la primera página y leí: "Cuaquiera puede usar el siguiente método para entender a su propia familia: preguntarse qué cosas querría hacer pero se reprime y qué cosas no haría pero hace".
Morella cuenta la historia del encontronazo fatal entre una padre y una hija. Él, Roberto, sólo aspira a vivir en paz y disfrutar de la grandeza de las cosas simples de la vida, entre las que se cuenta su trabajo como traductor. Ella, Isabel, es -en palabras del autor- uno de esos "frutos extraños" de que está cargado nuestro árbol genealógico, alguien que a pesar de compartir genes y memoria con el protagonista, es en todo lo demás opuesta a él. Y la suya es una oposición inamovible, innegociable: la del que se cree poseído por la razón. Pueden hacerse muchas lecturas, pienso, de esta dañina relación entre padre e hija. Desde luego, se enfrentan dos posturas ante la vida, dos maneras de vivirla, dos escalas de valores. No hay más que ver las noticias políticas nacionales para encontrarse con enfrentamientos similares (y perdóneme el autor si me excedo en estas apreciaciones). Los que estamos en una edad similar a la de Isabel, me temo, nos parecemos a ella incluso a nuestro pesar, por lo menos en las prisas, en el escaso tiempo que el ajetreado ritmo de vida nos deja para la reflexión, el análisis, el detalle y el pormenor que el amor requieren cuando es verdadero. Aunque por supuesto, anímicamente comprendamos bien a Roberto: su defensa de la libertad más obvia, su dolor al comprobar que su hija "es un desierto", su extrañeza ante el amor marchito, incluso le comprendemos cuando su enfado roza la hipérbole. La chispa que hace saltar este polvorín sentimental es una hermosa historia de amor: la que vive Roberto con Jacinta, su asistenta, una mujer que desde que en el primer capítulo entra en su casa le proporciona un sinfín de alegrías y otro tanto de razones para vivir. Isabel, en cambio, no está de acuerdo con este romance otoñal a través del cual sólo ve su herencia en peligro, y se atreve a secuestrar a su propio padre con tal de evitarlo. La historia es simple y eficaz, y todo el peso argumental descasa sobre el detalle con que Morella traza a los dos personajes principales. La resignación del padre al comer los congelados fritos que le sirve su hija bien puede resumir la buena mano con el que autor los ha descrito. Es como si pudiéramos imaginar a Roberto recitando aquellos hermosos versos de José Hierro de un poema titulado Mis hijos me traen flores de plástico: Os enseñé muy pocas cosas (...) Os enseñé también a odiar a la crueldad, a la avaricia, a lo que es falso y feo a las flores de plástico.
Admiro las historias falsamente simples, que saben resumir universos en unas pocas páginas. Así lo hace esta novela de José Morella. Nos habla de cuestiones candentes en la sociedad en la que vivimos: la llegada de inmigrantes, la dura vida profesional del que está lejos de su hogar, el modo -siempre deformado- como les vemos; nos habla del espejo en que esos inmigrantes se ven al llegar: una sociedad en la que la familia se desintegra y los valores tienen a relegarse, donde la prisa y la falta de tiempo es un mal endémico. Pero también trata asuntos universales: la dificultad en las relaciones, el desconocimiento que precede al error, al desamor, a la hipocresía, al egoismo. Debo reconocer que en algunos momentos de la lectura odiaba a Isabel con todas mis fuerzas (preguntándome sin cesar si el mío sería un odio hacia lo que se nos parece demasiado) y me puse, emocionalmente, completamente del bando de Roberto y Jacinta. Es difícil no dejarse llevar hacia uno u otro lado, no tomar partido. Tal es la capacidad de seducción de la prosa de Morella y de su historia falsamente simple, una de las mejores novelas que he leído últimamente.