Fue un descuido, nada más. No tenía nada que ver con su higiene, que era impecable, pero aquella mañana olvidó tirar de la cisterna. Nunca antes había visto sus deposiciones, pero allí estaba aquella, asomando entre una cordillera de papel blanco, que se mantenía a salvo de la humedad. ¿Qué sentí? ¿Cómo explicarlo? Llevábamos tres años viviendo juntos, y hasta ese momento había pensado que la amaba por encima de todas las cosas. Presumía de quererla como era, incluso cuando se mostraba terca, o descubría una de sus manías –dejaba los vasos de agua en cualquier sitio, o doblaba las páginas de mis libros, en lugar de utilizar un marcapáginas-. Pero aquella imagen agitó mi corazón, alteró mi ritmo vital, precipitó mi desasosiego. Aquello era parte de ella, y si yo la quería como pensaba, no podía sentir repugnancia. ¿O sí? Aquella caca desafiaba mis sentimientos. ¿Hasta dónde llegaba mi amor? Porque por mucho que me mintiera a mí mismo, aquella visión había sacudido mi estómago, y había provocado en mí la náusea de una mierda desconocida. Me sentí confuso, dolido, asqueado. ¿Dónde están los límites de una persona? Ella estaba allí, en aquel deshecho espantoso, igual que había presumido de reencontrarla en sus medias –siempre he sido un poco fetichista-, en su cepillo de dientes. Descubrí entonces cuál era el verdadero territorio de la personalidad. Tuve que reconocer que mi caca era otra cosa; porque, fea o bonita, me inspiraba ternura. No dejaba de ser una extensión de mí mismo que reconocía y aceptaba. ¿Acaso no era como los sueños? ¿No era una fabricación propia, que de algún modo escapaba de nuestro cuerpo para fluctuar en otro ámbito? Fui consciente de que la condescendencia que sentía hacia ella, hacia mi caca cotidiana, nunca podría sentirla hacia la suya.
¿Qué le diría? Lo mejor sería inventar una amante.
Tiré de la cisterna y, embargado por la tristeza de las despedidas, empecé a hacer mi maleta.