En 1997, el caravaqueño Miguel Sánchez Robles publicó La perra diecinueve, que había obtenido el premio Ciudad de Alcalá de Henares justo el año anterior. Su presentación formal es muy significativa y también bastante curiosa, porque se inicia con un fragmento lírico en prosa, que se extiende durante veintidós líneas; luego continúa con otros tres fragmentos en prosa, de decreciente longitud (quince, once y cinco líneas, respectivamente); y al final se pasa al verso. Es como si la voz poética (que pronto descubrimos que corresponde a una persona que se encuentra internada en un sanatorio mental) fuera adelgazándose hasta el grito o la lágrima, como aquellas palabras que se le adelgazaban a Pablo Neruda al modo de huellas de gaviota… El proceso de des-anclaje con el mundo (que se inició en las primeras producciones de Miguel y que fue acentuándose en los volúmenes posteriores) llega al arrabal de la locura. El propietario de la voz poética está siendo tratado con pastillas (p.11); se limita a dejar que el tiempo fluya (“El pasado se olvida / sin que lo comprendamos del todo”, p.37); advierte que “el mundo ha ido poblándose / de tontos tenebrosos / y de hijos de puta repletos de palabras”, p.67); va haciendo la crónica de las rarezas mentales de sus compañeros; y lamenta la uniformidad gris del mundo que nos envuelve (“Lo que me rodea / está tan etiquetado / que quisiera escupir”, p.133)… Esa angustia (que no es sino la angustia del poeta Miguel Sánchez Robles, herido por el absurdo de la vida y por la insensatez de sus semejantes) queda, en ocasiones, formulada con palabras de una eficacia estremecedora (“La muerte es como un jueves”, p.173; “Me aburre consistir”, p.181). Callarse es imposible; y decir es llorar.