En Madrid
mi hijo e Irene
en un piso sin sol,
balcón o aplausos,
recogen, día tras día,
flores de papel
esparcidas por el suelo.
Mi madre
canta coplas,
ajena a esta plaga que se cierne
sobre la vejez.
Ella canta y yo rezo
para que no se cuele la muerte
en la residencia.
En esta casa
amueblada con un limonero
y cortinas de sol y viento
un perro ladra
a la sonora llamada
del gallo al amanecer.
En este suelo
pavimentado con llantén,
verdolaga y margaritas
me arrodillo y lloro
alzando la cabeza hacia un cielo
tan azul y luminoso
que parece que me insulta.
La culpa me traspasa
con todo su peso.
Dolor amontonado
bajo el algarrobo
que mueve su ramas
mientras me niega el abrazo.