En el preciso instante en que César Esteban, 77 años, se vacía de
aire, ambición, cansancio, dolor, esperanza, memoria, placer,
querencia, rencor, superstición y vanidad en las urgencias
improvisadas del solar o lonja de ratas a espaldas del hospital, una
piedra de tamaño regular aterriza limpiamente en la coronilla de
Eulalia Sahuquillo, 66, y le extrae del cráneo una sangre espesa y
endulzada de laca que lame del pavimento su pekinés Canica, sorda
al eslogan que acompaña el lanzamiento: “¡Quédate en casa,
guarra!”; Fermín, 55, se ajusta, con mano, muñón y permiso de las
gafas, la mascarilla, y ocupa su lugar en la cola del comedor de
caridad para sin-techo sin-familia sin-sentido, anticipando la
voluptuosidad de la sopa de coles y otra noche de flatulencias en el
catre; Victoria, 44, economista en paro, divorciada, descubre que la
vida es un gran juego de las sillas: nueve sillas, diez jugadores, sólo
que uno de los diez tiene nueve culos; el llanto de Fede, 33, sacude
el fonendoscopio que le ciñe la garganta, vestigio inútil de cuando
creía salvar vidas; Pilu, 22, introduce los guantes desechables en el
microondas porque su única amiga Internet dice que es lo mejor para
desinfectarlos; Toñín, 11, se divierte fingiendo mientras espera el
momento de crecer para fingir que se divierte, y a Zaida, 1, no le
caben los ojos en la cara cuando papá deja de golpear a lo que era su
mamá y dice: “No importa. Te perdono”.
Unos veinte minutos después, a las 19:59, 1.111.111 almas, vivas de
miedo y hastío, se incorporan en balcones, ventanas y terrazas para,
durante 11 minutos, aplaudirse y vitorearse, no como esos tontos
que se están muriendo, hasta que ya no hay ni 1 y todo queda
olvidado.