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ISSN 1989-4163

NUMERO 113 - MAYO 2020

 

Aventuras de Carlos, Aspirante a Agente de Tercera de la DEA - (IV) Kanpai

Joaquín Lloréns

Hay muchas costumbres japonesas que a los occidentales nos llaman mucho la atención. El silencio sepulcral que impera en el metro a primera hora de la mañana; a la hora de ir al trabajo, es una de ellas. Cualquier persona, según nos informó Akiko, que riera ruidosamente o provocara un mínimo escándalo en los atestados vagones era inmediatamente expulsado en la siguiente estación y aguijoneado por las indignadas miradas de los demás usuarios. Por la tarde, sin embargo, una vez terminada la jornada laboral, se respira en los vagones un ambiente casi similar al que observaríamos en occidente.
No diré nada de las cosplay, que nos hacían sonreír con benevolencia a Svetlana y a mí cada vez que nos cruzábamos a un grupo de ellas. Especialmente a los grupos de jovencitas, que parecían haber salido de un manga sin malicia.

Otros aspectos de la peculiaridad de la ciudad eran más perturbadores. Cuando caía la noche los bares se llenaban de ejecutivos vestidos con traje desgañitándose en los karaokes mientras bebían como si no hubiera un mañana. Signo inequívoco de que, tras el aparente orden de aquella sociedad, se esconde mucha frustración. Peor aún era ver las calles a última hora. Aquí y allí te dabas de bruces con uno de aquellos ejecutivos durmiendo una mona descomunal sobre las aceras. Cuando ya llevábamos unos cuantos días en Tokio, pregunté a Akiko señalando a uno de aquellos borrachos:

  • ¿Por qué nadie intenta ayudar a esta gente?
  • Nooo –negó con rotundidad, casi escandalizada–. Eso sería una falta enorme de delicadeza y una afrenta para ellos. No se les puede ayudar  si no son ellos mismos los que piden que se les auxilie. Sería una tremenda ofensa a su honor.

Svetlana y yo nos miramos como queriendo decir «Estos japos están locos».

  • ¿Y por qué hay tantos? –insistí.
  • Es que los japoneses, como muchos asiáticos, aguantan mal el alcohol. Por lo visto nos falta una enzima que hace que los occidentales aguantéis mucho mejor su efecto.

De las excentricidades de sus comidas o sus entretenimientos, como el Pachinko, no diré nada, pues ya los mencioné en el relato de nuestro encuentro con el abrumadoramente hospitalario Yusuf. Hablando de ello, lo cierto es que nuestra excursión a Dongenzaka, con la desorientación en el metro y nuestro casual tropiezo con el pequeño recaudador de la Yakuza que, junto con su guardaespaldas, nos había acompañado durante todo el día con gran alarma por parte de Svetlana, me había bajado un tanto mi espíritu aventurero. Los reproches de mi amante por el riesgo que podíamos haber sufrido me atemperaron aún más. Así pues, la propuesta de mi amigo Fernando de acompañar a su mujer Akiko a una cena familiar en la que degustaríamos comida tradicional japonesa fue aceptada con regocijo por Svetlana y con cierto alivio por mi parte. Pasar una noche en un ambiente de normalidad social nos vendría muy bien y ayudaría a que el humor de mi amante ucraniano-panameña volviera a su ser y se mostrara otra vez tan alegre y fogosa como de costumbre.

Como el restaurante no estaba muy lejos, Fernando y Akiko pasaron a recogernos por el hotel y fuimos caminando hasta el Asakusa Okonomiyaki Sometaro. A pesar de tener un nombre aparentemente tan complejo, en realidad era fácil de recordar, ya que estaba en el barrio Asakusa y su especialidad era el okonomiyaki, que podríamos traducir como «cocinar lo que quieras», lo que no daba muchas pistas sobre sus características gastronómicas. Cuando llegamos al restaurante, la tía de Akiko y sus dos amigas ya nos esperaban en la puerta. Iban ataviadas con un vestido tradicional japonés y unos elaborados peinados. Nos saludaron muy sonrientes con esa ceremonia tan propia de los nipones. Eran muy bajitas, casi diminutas vistas desde mi metro noventa y debían rondar la sesentena, aunque con aquellos cutis tan tersos y el maquillaje era imposible estimar su edad con precisión. La tía se llamaba Chiyoko. Las amigas Hekima y Koemi.

El restaurante era una preciosidad; una casa de madera que imita la clásica vivienda tradicional Showa. Nada más entrar nos tuvimos que quitar los zapatos, ya que el suelo está cubierto de tatami. Una camarera vestida geisha nos llevó hasta nuestra mesa, prácticamente a ras de suelo. La mesa tenía una especie de placa hierro como las que se usan en España para ir haciendo el chuletón a la piedra, pero mucho más grande. Por lo visto, en el okonomiyaki vas pidiendo diversa comida que introduces en calientas por ambos lados sobre el la placa caliente. Antes de que nos trajeran el primer relleno nos trajeron tres botellas de sake Junmai y una de las amigas de la tía de Akiko, Koemi, nos sirvió hasta arriba nuestros grandes guinomis. En cuanto todos estuvimos servidos, levantó su guinomi y, mirándonos a todos, dijo sonriendo, haciendo honor a su nombre: «Kanpai» y añadió «Ichi». Con sorpresa vimos como aquellas tres maduras y diminutas mujeres se tragaban el licor de golpe. Fernando, Svetlana y yo nos miramos e les imitamos. Poco a poco fueron trayendo diferentes rellenos y cada pocos minutos, Koemi nos miraba –al poco ya solo a Fernando y a mí– y volvía a exclamar con entusiasmo «Kanpai», «Ichi». En nada, otras tres botellas volvían a estar sobre la mesa.

  • ¿Dónde diablos se puede meter todo este sake, con lo pequeñita que es? –le pregunté divertido a Fernando.

Seguíamos comiendo entre las sonrisas de las maduras japonesas y los continuos brindis de aquella entusiasmada Koemi. A los veinte minutos, Fernando me confesó:

  • Yo empiezo a estar con una buena curda.
  • No me jodas –respondí en voz baja para que ni Svetlana ni Akiko me oyeran–. ¿Nos va a tumbar esa pequeña japonesa? –Lo cierto es que yo ya notaba claramente los efectos de tanto sake–. No lo puedo permitir. ¿No hay algo más fuerte que el sake?
  • Sí, el shochu.
  • Pues ya puedes pedir –le dije con temeridad.

Un rato después, Fernando y yo, ante las miradas de reprobación de nuestras parejas estábamos más tiempo tumbados de espaldas, riéndonos estúpidamente,  que en la postura erguida ortodoxa. Llevábamos una tajada monumental. Y para consternación nuestra, Koemi mantenía la misma hierática sonrisa del principio y cada poco repetía para nuestra angustia: «Kanpai», «Ichi».

Por fin, la cena se terminó y, tras pagar, nos dirigimos con andares de marinero recién desembarcado, y  nos dirigimos a la salida apoyados en nuestras parejas, que habían tenido un ritmo de bebida mucho más prudente.

Nada más salir a la calle, Koemi se giró, nos miró desenfocada y se derrumbó como un castillo de naipes cuando le quitas de la base una carta de más.
Entre brumas etílicas, me dispuse a ayudarle a levantarse, cuando escuché a Akiko:

  • Ni se te ocurra. Sería una vergüenza tremenda para ella.

Recordé lo que me había contado. No se podía ayudar a un borracho hasta que este te pedía ayuda.

Y allí nos quedamos durante dos horas esperando a que Koemi recuperase el conocimiento. De pronto, abrió los ojos, levantó a duras penas un brazo y gimió algo como:

  • Yiuu.

Pudimos entonces levantarla y, junto a la tía de Akiko y su otra amiga, las introdujimos en un taxi antes de tomar otro para nosotros, ya que no estábamos en condiciones de andar; ni siquiera para intentar despejarnos.
Aún me recorre un escalofrío cuando, en algún restaurante japonés de moda, oigo decir a alguien: «Kanpai».

 

 

 


 

 

Kanpai 

 

 

 
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