Los dos coches aparcan delante del farallón, en batería, bajándose en silencio todos sus ocupantes. A partir de ahí el camino lo continuarán a pie. La vista de los acantilados no les deja indiferentes, causándoles una sensación aguda de grandeza y vértigo, abrumados por tamaña fuerza y equilibrio en un paisaje que apenas ha cambiado en miles de años. Se miran unos a otros ratificando un plan preconcebido, una misión que les ha traído hasta ese lugar, desde tan lejos, desde hace tanto, para cerrar un ciclo, para bajar un telón. Se palpa en los ánimos la solemnidad del momento, enfatizado además por un lugar de coordenadas tan estratégicas como hermosas; las puertas de África, cuna de sirenas y atlantes donde amaron y murieron héroes y diosas. Cruce de caminos donde dos mares unen dos continentes, y dos culturas a dos religiones. O al menos así debería haber sido.
El día ha amanecido con un cielo plomizo y denso, y la humedad del estrecho lo ha empapado todo, dando el mediodía paso a una tarde soleada, con brisa y fría pero hermosa, digna de una marina de acuarela limpia y preñada de luz. Distintos tonos de azules pugnan con blancos y grises por el dominio del cielo, en épico combate aéreo, sin adivinarse quién se erigirá vencedor. El sol, mientras, se enroca sin éxito eternizando las últimas horas del crepúsculo en anaranjado frenesí, colándose entre las nubes, renegando de su inevitable sino de compartir condena y tesón con el desafortunado Sísifo. La mar, bruñida y parca en intenso gris perla, jaspea parches por los latigazos del levante; amante violento que a rebufo la flagela por no rendirse a sus perversos caprichos. Ésta sin embargo, orgullosa y sin pudor, le muestra insumisa en su desnudez las cicatrices de sus arañazos convertidos en efímera espuma, mientras impertérrita sujeta en el horizonte el nacimiento de Europa.
La pequeña comitiva empieza a bajar por el sendero empedrado, que en zigzag y flanqueado por barandillas de leño baja hasta los restos derruidos de lo que desde el siglo XV fue una batería de costa, y luego calabozo para irreductibles. Se trata de una casamata de difícil localización desde tierra y mar, enclavada en la misma roca y de unos veinte metros de largo, con un tejado a dos aguas, troneras laterales y dos portones enrejados bajo arcos apainelados. Hecha de ladrillo de tierra cocida con argamasa de cal, se sitúa tras una terraza de cemento despedazado que ha invadido la maleza. Justo ahí es donde se colocaban las pesadas piezas de artillería de avancarga, de 8 ó 12 libras, para coto de piratas, herejes y moros.
Uno en ese lugar puede imaginar la escena, repetida desde hace cientos de años frente a esas mismas piedras,….un joven segundón jalea a sus artilleros tras haber consultado el catalejo...el desinmaculado uniforme azul turquí, bicornio de moaré negro y pasamanería con entorchados lo identifican como un oficial subalterno. El sable desnudo en la mano le sirve de batuta y puntero. En el semblante revela serenidad y orgullo, sintiéndose baluarte frente a la barbarie. Sabe que todo lo que haga de heroico se lo llevará el tiempo, que todo marchita, pero no querría estar en otro sitio, ni hacer otra cosa; pues sólo al pie de esos cañones su vida cobra sentido. Sus hombres confían en él, no por conocerle de sobra, sino porque esa presunción lo hace todo más sencillo; además saben que su líder está dispuesto a dar la vida por ellos, y eso es más de lo que se puede esperar de un caballero respecto a la morralla que representan. Los soldados se cruzan en frenética coreografía, tintineando sus briquets al golpearse las empuñaduras, tras el súbito avistamiento de la amenazante nave de tres palos y velas triangulares que, bordeando la costa, denota claras intenciones de no ser descubierta. Unos corren al polvorín a por munición, otros empujan las cureñas o preparan las mechas. Siguiendo las instrucciones del alférez y con la templanza que da la veteranía en el oficio, un viejo artillero mete el saquete de pólvora negra por la boca del cañón. Con sobrio gesto señala al auxiliar artillero- un muchacho con gorrillo de panadero y arrestos de hombre- para que con el atacador de madera, empuje la carga por la garganta de hierro, topando la pólvora contra la culata de la pieza. El veterano introduce entonces la pesada bola, con un esforzado gemido, repitiendo el soldado niño la misma operación. Luego aquél perfora el cartucho explosivo con el punzón, a través del oído de la pieza, y mete la semirrígida mecha; entonces se aprieta el nudo del mugriento pañuelo que ciñe su cabeza, a modo de ceremonioso ritual, como lo hace siempre antes de cada disparo. Quizás conjure así al mismo Lucifer, para que engarce con su negra pezuña el aquelarre de fuego y metralla -en parabólica trayectoria-, con la santabárbara enemiga...Ya todo está listo. El botafuego humea a resoplidos del artillero, en espera de que el oficial baje su sable al grito de...¡Fuego!…Luego...unos segundos de espera, en los que la granada silba cortando el aire, a cámara lenta, como para que sus víctimas la vean llegar…y el jabeque argelino revienta en mil pedazos, alcanzado en pleno polvorín, mandando su carga al fondo del mar y al infierno a 175 almas de piratas infieles. El Angel Negro, cumplidor, ha cobrado su parte…
Sí, el lugar sin duda evoca mil historias escondidas en las grietas de las piedras que, como reptiles aletargados, esperan que alguien las reviva. El grupo se para un rato a descansar, y mientras los dos adolescentes inspeccionan las mazmorras de ladrillo y roca, haciéndose selfies y huroneando entre escombros y hierros retorcidos, las dos parejas otean en silencio el horizonte, ante un Mediterráneo casi infinito, buscando un sitio en concreto.
-¿Cuál es el mejor sitio?
-Un poco más abajo, Javi. A parapeto de La Sirena. Debe pegar menos el viento y nadie nos va a molestar. Aquí no viene nunca nadie; salvo alguna pareja desamparada.
Los dos hombres se sonríen. Javier está nervioso y se le nota. Un cúmulo de emociones le acompañan, atascadas en su cabeza y potenciadas a cada minuto por el entorno, evocándole como susurradas por el viento, viejas historias oídas mil veces. Historias que en el calor del hogar han ido tejiendo la urdimbre del paisaje infantil de sus recuerdos, y que en éste viaje están aflorado desde que se bajó del ferry, apareciendo a traición, como la arena escondida en los bolsillos de un viejo pantalón, que te recuerda que cierto verano, hace mucho, sin saberlo fuiste feliz. Y te ves reflejado en el espejo del armario, sentado en el suelo, acariciando el pantalón antes de tirarlo, pensativo y sonriendo con tristeza; quizás sea bueno que algo te despierte de vez en cuando, para que te des cuenta que, al igual que la arena entre los dedos, el tiempo se te va.
Prosigue el largo descenso. De pronto aparece el sitio ideal. La antigua Sirena de la Almina, ya abandonada y que desde 1913 estuvo emitiendo señales acústicas para avisar a los barcos cegados por la niebla. EL viento sopla de levante, suave y húmedo. Todos menos Javier se quedan en la barandilla de la Sirena, contemplando en respetuoso silencio como éste se aleja. Baja con su mochila, alejándose unos veinte metros hacia el Este, en apretada pendiente, hasta llegar al límite del risco, donde quedándose pensativo mira al horizonte. Sí, sin duda el sitio es perfecto. Se descuelga la mochila de la que saca dos urnas funerarias. Sonríe. Primero emperezará con su madre.
-Las damas primero. Bromea consigo mismo, entre lágrimas.
Sus cenizas rosa pálido caen como una cascada, como si pesaran mucho, compactas, pero antes de llegar al suelo el levante las eleva hacia arriba, esparciéndolas, como si se hubiese liberado a un genio. Luego sigue su padre, que de gris claro hace lo propio, y sale etéreo en busca de su esposa, siguiendo el recorrido que ella va trazando. Se disuelven en el aire, entremezclados, libres y sin ataduras... Javier traga saliva.
-Espero que tengáis la paz que merecéis.
Aquí es donde empezó vuestra historia. Y aquí termina.
Descansad en Paz.