Invernalia
Es medianoche, ha empezado a nevar y el silencio reina en el castillo. Un figura estilizada que lleva una palmatoria se desliza, sigilosa por los corredores desiertos. Priscila entra en el taller del maestre Pymperión y estudia las filas de ampollas, pomos, redomas y limetas que se alinean en las estanterías. Escoge un envase de los más pequeños, de vidrio negro y lo sustituye por otro igual que saca de sus ropajes. Con una sonrisa satisfecha desaparece como un fantasma.
A las cuatro de la madrugada tremendos alaridos despiertan a los durmientes. Sansa está de parto, y no es un parto fácil. Con las manos unidas a la espalda, cubierto por una capa de pieles, August se pasea inquieto por el patio. Pymperión, la matrona y varias doncellas se apresuran en torno al lecho de la Reina, que sudorosa y con el rostro desencajado no cesa de gritar.
Al cabo de un largo rato se apagan sus quejas y se oyen llantos de bebé. August entra, apresurado en la estancia.
August—¿Niño o niña?
Pymperión—Uno de cada. Son mellizos y gozan de buena salud.
August corre, alborozado a la cuna, levanta a los bebés, uno en cada brazo y se dispone a salir para dar la buena nueva. Ya en la puerta se vuelve y pregunta sin mucho interés.
A.—¿Y mi esposa?
Inclinado sobre el lecho, el maestre observa, preocupado el semblante pálido de Sansa y luego mira el pequeño frasco de vidrio negro que lleva en la mano.
P.—No lo sé, mi señor. Ha perdido mucha sangre y está muy débil. Su corazón sigue latiendo pero no recupera la conciencia. No sabría decir si está viva o muerta.
A.—Esperemos lo mejor.
Isla Solaz o de las Putas
Daenerys y Sir Davos pasean por la orilla del mar. Alrededor, grupos de niños juegan a la pelota, construyen castillos de arena o chapotean en el agua.
Sir Davos—Así que sois realmente Daenerys Targayen. Cuando os vi por primera vez creí que eráis otra Madre de Dragones por vuestro aspecto tan cambiado, el cabello rojo fuego y la piel atezada. Estaba desconcertado pero ahora reconozco vuestra mirada y vuestra sonrisa.
Daenerys—Vos, en cambio estáis igual.
S.D.—Ojalá. Mis huesos crujen como viejos mástiles en plena tempestad y allá dónde había músculos sólo quedan dolores. Soy un viejo inútil.
Daenerys se detiene y contempla los juegos infantiles extendiendo los brazos.
D.—Un viejo inútil no habría salvado a todas estas criaturas.
S.D.—Son ellos los que me han salvado dando sentido a mi vida. Perdí a mi hijo en la batalla de Aguas Negras y todavía lo echo de menos. Además, yo sólo soy un intermediario. Los barcos los pone el Rey Tullido y el amor inmenso los Inmortales y sus bravas mujeres que acogen a los niños en sus hogares y les proporcionan una educación y lo que más necesitan, afecto incondicional.
D.—¿Creéis que estos niños se recuperarán algún día?
S.D.—No lo sé. Ocurre con ellos algo curioso. Los que están más afectados físicamente son a veces los que sanan más pronto porque el daño que sufren es visible, comprensible para ellos. Sin embargo, hay criaturas aparentemente indemnes que llevan por dentro heridas y quemaduras que me temo sean incurables. Recelan de todo y de todos porque el mundo los trató cruelmente cuando apenas habían abierto los ojos a la vida.
D.—Desde que llegué aquí no dejo de pensar en cómo podría ayudarlos pero no se me ocurre cómo. Sólo tengo a mis dragones.
S.D.—¡¡Dragones!! ¿Dónde están, por cierto? No los he visto desde que nos salvaron de los piratas.
D.—No quería que asustaran a los niños y los mandé a una isla cercana que está deshabitada y donde, según me dijo Gusano Gris encontrarán abundante alimento. Entre los tres comen más que todo un ejército.
Sir Davos se detiene, pensativo, con la mirada perdida en el horizonte.
S.D.—Creo que se me ocurre una idea para aportar paz y felicidad a estos niños.
Isla Patíbulo
Arya asciende una escalinata en dirección a un edificio de mármol rosa veteado de gris coronado de almenas y torrecillas. Patrullas de hombres fuertemente armados lo custodian. Vestida sobriamente, el cabello recogido, con su espada Aguja y el puñal de acero valyrio al cinto, atraviesa los controles de seguridad, hasta una sala de grandes ventanales abiertos al mar presidida por un estrado forrado de terciopelo rojo. Tumbado en un enorme diván, un hombre de mediana edad, calvo, obeso y rubicundo la observa con los ojos entre cerrados. Es Montseñor, cabeza del crimen de la isla Patíbulo.
Arya—Tus enemigos están muertos y he venido a que me pagues el precio convenido.
Montseñor—Y si no me da la gana pagar...
A.—Entonces tendría que matarte, algo que haría con gusto. Se desataría el caos y Patíbulo se convertiría en Cementerio. No me tientes, que me empieza a apetecer hacer limpieza.
M.—Calma, pequeña matadora. Sé de lo que eres capaz y no voy a arriesgarme por unas monedas que me sobran.
Monseñor chasquea los dedos, aparecen dos tipos fornidos portando un cofre que depositan ante Arya, y lo abren. Las monedas de oro refulge bajo la intensa luz de la mañana cegando a los presentes.
M.—¿Qué piensas hacer con tu tesoro? ¿Te comprarás vestidos de seda o construirás un palacio de paredes de cristal para que todos envidien tu riqueza?
A.—¿Te crees que soy tan frívola como tus estúpidas hijas? Este dinero está destinado a algo importante. ¡Voy a descubrir un Nuevo Continente!
Montseñor rie con ruidosas carcajadas que hacen temblar sus flácidas carnes.
M.—Me muero de risa, mortífera damisela. Dime cómo piensas armar una flota y reunir a sus tripulantes. En esta isla no hay árboles y ninguno de sus habitantes se embarcaría en un destino tan incierto ni por todo el oro del mundo. Hacia al oeste sólo encontrarás vacío, oscuridad y monstruos.
A.—No me hacen falta barcos ni marineros porque están a punto de llegar hasta mí. Y si no me crees, mira tú mismo por los ventanales.
Montseñor se gira hacia la ventana más próxima y da un respingo. Una docena de barcos con las velas desplegadas se aproxima al puerto de Patíbulo.
Continuará..