Dicen de Susanita que tenía un ratón, un ratón chiquitín que dormía cerca de un radiador.
Hasta un cierto punto es exacto.
El ratón de Susanita durmió cerca del radiador sólo una noche. O parte de ella. Con precisión, hasta que este ser gordo y atigrado en que me convierto cuando el cansancio me vence descubrió que una menudencia de largo rabo y finos bigotes había usurpado el área de calor que por riguroso escalafón me corresponde en el momento del sueño que me acompaña los últimos días.
Sí. Soy un gato en ese sueño. Gordo y atigrado, como ya he descrito. Amigo de contenedores y tejados (¿recuerdan aquella canción italiana?: “…tutta notte sopra il tetto; sopra il tetto come i gatti”) y libre, pese a estar empadronado con una familia vulgar que vive en un vulgar adosado de las afueras, pandillero en los descampados vecinos; chulo y camorrista.
No paré de frotarme contra la puerta hasta que conseguí una gatera. Mi libertad fue entonces completa. Salgo cuando quiero y ya de noche, casi todos los días a la misma hora y, renunciando a ese viscoso alimento enlatado que ponen en mi cazo, me busco la vida por el vecindario.
Una visita a la trasera del restaurante chino de la esquina o un par de agujeros en las bolsas de plástico que llenan el contenedor más próximo y ya he cenado.
Los gatos, aunque, como he dicho, estemos empadronados (algunos hasta estamos provistos de un chip, créanme), llevamos en nuestros genes el sello indeleble de callejeros. Y los gatos callejeros somos austeros y comemos poco de una vez.
Aquella noche me reuní con mis colegas en el tejado más próximo al chalet desde el que una gatita blanca y coqueta maullaba su celo, casi como una súplica.
—Será puta… —babeamos al unísono.
Era desesperante no poder hacer nada; y mis colegas y yo, salidos ante la explícita invitación, nos sumamos a los maullidos de nuestra deseada, en una respuesta a sus llamadas; en un coro tal que, al poco rato, iluminó algunas ventanas de vecinos en desacuerdo con nuestras dotes artísticas.
— ¿Vamos? —pregunté.
No hubo quórum y me decidí a actuar en solitario.
Las gateras son, por lo general, de entrada y salida y estaba convencido de que, en casa de la gatita blanca la habría. ¡Bingo! La había. Ya estaba en la casa. Todo en silencio. En el salón, alguien se había quedado dormido frente al televisor. ¿Dónde dormiría ella? ¿En la cocina? ¿Cerca de un radiador, como yo mismo o el exquisito ratón de Susanita? Otra vez ¡Bingo! Distingo una cesta en un rincón, cerca del fregadero.
Me acerco, felino, no faltaría más. Un leve miau anuncia mi presencia y un feroz gruñido me confirma que aquel rottweiler negro y musculoso no es, evidentemente, la albina micifuza y que tampoco está dispuesto a aceptar mis carantoñas.
En alas de mi supervivencia, atravieso la gatera; enorme, por cierto, ¿cómo no me había fijado antes?, y gano la calle, mi adosado, mi espacio frente al radiador.
Hasta doy un par de lametones a la gelatina asquerosa que llena mi cuenco. Me duermo y sueño que soy un hombre soñando.
Un hombre enamorado platónicamente de la única azafata de una compañía aérea de bajísimo coste que se llama Susanita y tiene un ratón, un ratón chiquitín que duerme cerca de un radiador y con la almohada a sus pies.
Como yo.