Debe agradecerse al traductor de Llenos de vida que tuviera el detalle de reproducir en una nota a pie de página esta dedicatoria que John Fante (1909-1983) escribió en 1944 a una amiga en las guardas de uno de sus libros ya publicados: “De esa puta de Hollywood, de este artista vendido (…) de este lameculos de la Paramount al que pagan por las perfumadas vomitonas que susurra Dorothy Lamour” (p. 89), cita que proporciona una de las claves de lectura de esta novela, publicada en 1952 y recuperada en 2008 por Anagrama en su encomiable tarea de traducir toda la obra narrativa de Fante al español.
Estamos en la Norteamérica afirmativa de comienzos de los cincuenta, repuesta ya de la gran depresión vía New Deal, cohesionada ideológicamente por el cemento de la emergente paranoia maccarthista y catapultada al esplendor económico gracias al aprovechamiento de los equipamientos industriales desarrollados en la segunda gran guerra, la robustez del dólar respaldada por los acuerdos de Bretton Woods y el bien engrasado funcionamiento del círculo virtuoso del modelo fordista-keynesiano de producción y consumo, el llamado capitalismo organizado. La fabricación serial de iconos de deseo, emulación e identificación colectiva corre a cargo de esa otra gran maquinaria hegemónica, la industria cultural críticamente diseccionada por los exiliados frankfurtianos, de la que Hollywood es la indiscutible e indiscutida punta de lanza.
Instalado en su nueva casa de Los Ángeles con Joyce, embarazada del primer hijo del matrimonio, Fante escribe guiones cinematográficos y los cheques llegan regularmente. Surge un problema de termitas en el suelo de la cocina y la pareja decide solucionarlo trayendo a su nuevo hogar al padre de Fante, albañil jubilado que reside en el valle de Sacramento junto a la madre del escritor. La novela gira en torno a la gestación y el nacimiento del hijo, pero esta trama lineal es, en realidad, un sostenido macguffin del que se vale el autor para hablar en sordina de las heridas, las fijaciones y las pasiones del guionista próspero integrado en la pujante mid class que es ahora John Fante.
Llenos de vida apareció cuando apenas se habían publicado una novela y las dos primeras entregas de la tetralogía del alter ego de Fante, Arturo Bandini (Espera a la primavera, Bandini y Pregúntale al polvo). El escaso éxito comercial de los crudos relatos protagonizados por Bandini, outcast de extracción proletaria que personificaba a los humillados y ofendidos del paraíso prometido, obligó al escritor a trabajar creando mitos efímeros para la Paramount, un empleo alimenticio que, si bien el artista autoconsciente Fante siempre despreció, le facilitó el ascenso social y la inserción en la todavía virginal versión de la American way of life. Esta escisión interna mueve los hilos de Llenos de vida, retrato cómico y corrosivo de los lugares comunes, las representaciones estereotipadas y las sombras del estilo de vida adoptado por el hijo de un humilde, tosco y supersticioso inmigrante italiano que, abandonada la rebeldía juvenil, ha sentado la cabeza para formar una familia estándar y decide escribir sobre sí mismo, su entorno familiar y sus orígenes antes de abandonar la literatura durante veinte años. El escritor asiste estupefacto a la conversión de Joyce al catolicismo –la religión es una de las constantes en la obra de Fante–, viaja a la casa familiar donde sus padres han reproducido un pedazo de Los Abruzos en el que hay limoneros, aromas de aceite de oliva y albahaca, lleva a su tozudo padre en tren a Los Ángeles –el relato del viaje es memorable–, y vive con desasosiego e hipocondría el embarazo de Joyce, la alianza entre su padre y su mujer y el alumbramiento del niño, transmitiendo en primera persona los sentimientos de desubicación, inquietud y comezón del hombre hecho a sí mismo anclado a sus afectos primitivos. Detrás de todo está el amor, la “necesidad febril” de Joyce –una mujer alejada del cliché de la feminidad estándar de la época– y la íntima veneración a sus padres –que encarnan el más acendrado familismo latino-mediterráneo–, si bien la expresión del sentimentalismo fantiano –una ternura cruda y crispada que nace de las tripas– nada tiene que ver con el almíbar y el empalago.
Es sabido que Fante sólo conoció el éxito literario póstumamente debido, en buena medida, a la reivindicación que hiciera Bukowski de su obra narrativa, y que este redescubrimiento convirtió al autor italo-americano en el inconsciente padre del realismo sucio, dejando a un lado a precursores más remotos. El fraseo seco, el ritmo ágil, la alta precisión en la adjetivación, la destreza en las descripciones, sumarias y casi expresionistas, y, especialmente, el tono burlesco de todo cuanto transmite esta novela en particular y la obra de Fante en general marcan, no obstante, cierta distancia respecto a la derivación manierista y minimal del realismo sucio tardío o maduro. Llenos de vida no es, desde luego, la mejor novela de Fante, pero siempre es gratificante volver a la obra de un artista. Bienvenida sea, pues, la última traducción de Fante.