Estábamos ocupados en cambiar el clima del planeta, en resolver la partícula de dios y en ver cómo se formaban las galaxias, cuando una espinilla en la cara islandesa de un adolescente chocolatero, ha puesto patas arriba la organización caótica de nuestro cielo aéreo. Ya nos temíamos que Europa sólo es humo. Algunos quieren que el volcán use un seudónimo que no sea un puzle forestal de seis mil piezas, pues lo que pronunciamos queda automáticamente desactivado de polvo y lava. Pero no estoy de acuerdo, a cada uno lo suyo, y me pasé un par de horas practicando la dicción de Eyjafjällajokull, hasta que lo dominé. Luego me fui donde las amistades y lo pronuncié de corrido para dejarles con un palmo de narices. Además conseguí unos cuantos datos vulcanológicos en internet y me he lucido en las reuniones de fin de semana. Un volcán por sí solo puede enfriar la temperatura del planeta cuando a nosotros nos cuesta cientos de sesudos congresos y miles de millones en ideas peregrinas de consumo energético. Me cae bien el Eyjafjällajokull. Más que nada porque cualquier temblor de tierra, cualquier estornudo del planeta, nos coloca en nuestro sitio, que seguimos sin saber cuál es. Las reacciones de esta sociedad, cuanto más global, más histérica. Lo hemos comprobado en varios acontecimientos recientes y lo que nos queda. Es como si nuestra seguridad, nuestro estado del bienestar, supiéramos que son falsos, pero estamos dispuestos al disimulo, a la patada a seguir, para que no caiga el velo de una criatura que apenas ocupará un pequeño capítulo en la gran historia del universo. Una Islandia en quiebra se venga de Europa con escupitajos de ceniza. Volar para nosotros es antinatural, pero siempre queremos ser otra cosa. Por eso los ciegos quieren pintar, los sordos tocar el violonchelo y los cojos correr la maratón de Nueva York. Llevar la contraria a la naturaleza es nuestra naturaleza, ir contracorriente nuestra forma de demostrar que yes we can. Negar la realidad, nuestra realidad versionada. Es lo que le ocurre a Sonsoles, que no está cómoda en la Moncloa, o eso dice. Madrid no se quema, pero a ella le arde bajo los pies. Tienen el poder y lo ejercen, pero les gusta aparentar bohemia, como esos niñatos de bien que se pasan el verano aporreando la guitarra por las esquinas. Sonsoles quiere hacer gorgoritos mientras su marido desmantela el país. Una luz al final del túnel y los científicos aluden a la falta de oxígeno en el cerebro. Todo tiene una explicación para que no haya pesadillas en los sueños. Pero por suerte, siempre ocurre algo que no nos explicamos ni controlamos. Es la salsa que me hace apetecible este experimento de corto recorrido.