Una uña rota. Por una uña rota ha cambiado el rumbo de la guerra, al menos para John. Es primavera. Los alemanes han iniciado una ofensiva, puede que sea la última. Preparamos el té hirviendo agua en una lata de conserva. John me ha dicho que tiene partida la uña del pie derecho. Le hace daño la bota. Tiene el calcetín roto en la punta. La lluvia convierte la trinchera en una ciénaga de barro.
Está lloviendo. El recipiente al fuego lo protegemos con una manta que sostenemos entre los dos por encima de la cabeza.
-Me duele la uña del pie.
-Eso no ocurre en una guerra –le contesto- hay cosas más importantes.
No miento, en la guerra hay cosas más importantes.
John tiene la cabeza pequeña. El casco parece que flota encima de su cabeza. Una cicatriz a la altura del labio. Patillas largas y descuidadas. Bajo los ojos para comprobar si el agua hierve. Hace mucho frío, la llama se agita por el viento y no concentra el fuego debajo de la lata. Leña húmeda y mucho humo. No tenemos hornillo. A veces desesperamos.
Junto a nosotros hay tres soldados que toman cacao caliente. Le digo a John que ojalá fuesen alemanes para matarlos y bebernos su chocolate. Él sonríe. Tiene las manos grandes, demasiado grandes para su cabeza. Es como si de niño hubiese impedido que le creciese la cabeza apretándola fuerte con aquellas manos tan grandes. Me impaciento por lo que tarda en hervir el agua. La prisa no se debe a que tenga que hacer otra cosa, lo cierto es que no tengo nada que hacer después. Si me impaciento es por si antes ocurre algo que me impida disfrutar del té. La guerra no siempre espera, a veces se derrama y quedas atrapado sin darte cuenta que ya había empezado.
Una uña no parece muy importante. Un tanque puede aplastarte un pie entero si pasa por encima, incluso puede partir en dos el tronco de un hombre ya que, de hecho, parte los troncos de los árboles con facilidad. El que un tanque te pase por encima sí que es importante, pero no parece que lo sea una uña rota.
John no tiene anillos en los dedos, ni siquiera el de casado. Tengo frío, mucho frío. El silencio parece que concentra mejor el calor y, de paso, estando callado no se te hielan los dientes por abrir la boca. Cuando ya estemos tomándonos el té caliente le preguntaré si está casado. Se lo preguntaré después, ahora tengo demasiado frío. Los del cacao evitan mirarnos, no precisan de nosotros para ser completamente felices. Aprietan las dos manos alrededor de la taza para calentárselas, después acercan los labios al borde y le soplan antes de dar un trago. Sale humo de las tazas, incluso se han sacado los guantes. Cada sorbo les aleja más de nosotros.
Meto el dedo en el agua, sube la temperatura. No hay más leña, menos mal que ya parece vaya a hervir. John tose, a mí me dan ganas de hacer lo mismo. Demasiado humo por la leña verde. El agua de lluvia salpica en las brasas. El humo además me irrita los ojos. No me molestarían si los cerrase, pero tengo miedo de quedarme dormido. La humedad es muy mala para los huesos. Cuando la guerra termine me tumbaré bocabajo en la playa hasta que los huesos se me sequen al sol. Me gustan las mujeres descalzas en la playa. Yo las descubrí en Andalucía, me arrastró Washintong Irving aunque prefiero los tobillos de las chicas que suben la escalera del metro en la estación de Whitehall. Se me abren mucho los ojos como si al recordarlas me excitase, pero debe ser otra cosa porque lagrimeo al parpadear y no son ellas chapoteando en la orilla de la playa o abriendo su paraguas al salir del metro. El humo, seguro que es causa del humo. John ha arrimado también las manos al fuego. Entre las manos de los dos formamos un parapeto de cuatro paredes que mantiene la llama tiesa. Empieza a hervir, no le queda otra salida.
La hierba del té está húmeda. John la ha sacado del bolsillo, envuelta en un pañuelo. Serán las mismas hojas que utilizamos esta mañana y también ayer. Desata el nudo y despliega el pañuelo. Las manos de John bastarían para que una tormenta no pudiese apagar una cerilla. Le pregunto por qué tiene las manos tan grandes y él se encoge de hombros. No se me ocurre ningún motivo para insistir. Tampoco sé por qué le he preguntado esa tontería. Evito girar la cabeza para no tropezar con la satisfacción de los tres que están tomándose el chocolate caliente. Desvío la mirada al centro. La llama rodea la etiqueta de la lata en la que hervimos el agua: “Griffiths Mc Allister & Co”, de Liverpool. Recuerdo el sabor de la carne que contenía. Carne hervida y enlatada con manteca. Demasiada manteca, aunque sea buena para el frío. Es mejor una bebida caliente, mucho mejor. No nos quedan más latas de carne, por eso ahora preferimos el té. Nos hemos acostumbrado a aceptar las cosas como vienen. Es sencillo negar lo que no tenemos delante, hemos reducido la vida sólo a lo que es posible.
Echamos todo el té que nos queda, como quien llena de metralla la boca de un cañón con todo lo que encuentra. Es bueno que salga fuerte, porque esta noche parece que será larga. Llueve, no cesa de llover. La guerra se derrite y funde el parapeto de la trinchera, el barro resbala hacia dentro y nos cubre, sobrepasa ya el empeine de nuestras botas. Sube por el tobillo. Las bombas y el barro erosionan e igualan el paisaje. El fango cubre los cadáveres, los entierra sin que nadie se queje. Puede que mañana no hayamos existido, supongo que al morir dejamos de recordar y nadie lo hará por nosotros.
John sujeta ya su taza. Está impaciente. La aprieta fuerte con las dos manos, como si adivinase el calor. Incluso se la lleva a los labios. No sale humo de su boca cuando la aparta del borde de la taza. Es mentira que haya bebido. La taza aún sigue vacía. Es difícil saber lo que pueda pensar un hombre con una cabeza tan pequeña. Los pensamientos deben estar muy prietos y dañados por esa falta de espacio en una cabeza tan pequeña. Advierte que le observo y sonríe. Disimula y cuenta que pretendía calentarse los dedos con el aliento. Yo sé que es mentira: Le soplaba a la taza vacía y no a su mano.
Mucho humo. El agua comienza a oscurecerse. La vida parece que encuentra su equilibrio en el color oscuro del agua. Somos gente civilizada cuando sostenemos una taza de té en la mano. Es lo más parecido al estribo de un caballo si sueñas con escapar de aquí. John llena mi taza y después la suya. Hay un resto que dejamos siga hirviendo, habrá para otra ración y después guardaremos la hierba otra vez en el pañuelo. Es el momento de empezar a hablar, le pregunto si está casado y me contesta que no. No alargamos más allá el asunto porque se enfría el té. La satisfacción dilata las pupilas y ensancha el mundo. Ahora me doy cuenta de la piel cuarteada de mis manos. Si sobrevivo puede que tenga que cambiar de trabajo, estas no son las manos de un relojero. Apenas son las de un conductor de autobús. Sigue lloviendo y veo que John me mira. Tiene algo que decirme y entonces me cuenta la tontería de que tiene rota una uña del pie. Le pido que me llene otra vez la taza, hace frío, no dejo de tener frío. Tengo ganas de ponerme de pie, pero está lloviendo y la manta me protege sólo si permanezco sentado en el suelo.
La hoguera se apaga. Todo está a punto de cambiar.
-Me hace daño la uña del pie
-Eso no ocurre en la guerra –le contesto-, hay cosas más importantes.
Es cierto, nadie discute que propio de la guerra son los grandes acontecimientos. John debe haber perdido la perspectiva, está hundiéndose en su propia vida.