Opereta. Es lo que tiene el sentir que a veces se torna trágico, mágico, imprevisible y sobrecogedor. Extrañamente ampuloso y fascinante, y entonces se cae en el exceso melodramático, en lo cómico, lo teatral, en esos impulsos que nos asaltan y nos hacen convertirnos en sombras del vodevil. La virtud transmuta en vicio y los defectos en extrañas vicisitudes que da la vida, que resignadamente aceptamos y que es divertido ver y contemplar como el que ve una película o una obra de teatro, a ser posible estrenada, o por una delicia de francesa, o por una rotunda diva italiana de esas que no se deshacen en gorgoritos de avecilla.
Los universales del sentimiento sobrecogen el alma grande o pequeña, merecedora o no de tal tormento de pasiones y de fuegos artificiales en el fondo del corazón. Amor, pasión, violencia, ira, celo, lujuria, pena, llanto, risa, gula, ego, pecado, religión, rezo, piedad, compasión, despotismo, tiranía, ruego, lágrimas falsas, cotilleo, amor de madre, invulnerabilidad, tragedia, desamparo, soledad, civismo, falsedad, virtudes, sinceridad, terror, pánico, alegría, confort, hogar y familiaridad, extrañeza y rechazo... Desidia.
La de la rica amada con amantes que ni quiere ni desea y a los que solo tolera en lo que templan las sábanas. La de la que sabe y guarda secretos de todo el mundo y silencia, entre dientes, con esa mueca de fuera de mi radar, mi interés, mi mundo todo lo que no la fascina, lo que no la atrae, que vienen siendo muchas cosas, pues lo que atrae y fascina a semejante alma -antaño siempre fascinada, alegre y jovial, lozana y tersa y grande y amantísima- es casi todo y casi nada porque, habiendo visto tanto, ¿acaso hay algo que pueda sorprendernos?
El amor no llena el pecho de gozo, el terror no sacude nuestra alma ya marchita. Es como una violeta sin perfume y sin alegría que sólo posee la belleza de su color, que aunque estéril y marchito sigue siendo hermoso pero que camina inexorablemente a la senectud, a la putrefacción, al entierro y al olvido por muy lila, por muy fresca y juvenil, y casta y virginal y alegre y gentil que fuera la violeta un día.
No es pena ni llantina ni pesadumbre, ni pesadez de miembros, ni déja vus de lo que otros años sucedió, de lo que otros amantes contaron en la alcoba, no es calidez que se echa de menos al ceñir los labios alrededor de la boca del amante, que ya no es amado sino sólo amante pues uno sabe que le quiere más de lo que ella le quiere a él y eso le satisface como si dijera: no me dejará, no se resiste, es mío como aquel que colecciona chucherías, baratijas y las guarda como un pequeño tesoro sabiendo al tiempo que no valen nada.
Y ni las perlas son lágrimas ni las copas, risas. Las alegrías no son amargas pero tampoco son alegrías. Y las pasiones no son extáticas pero tampoco grandes ni francas. Ni las rosas tienen fragancia ni el cementerio, recuerdos. La gran tragedia no tiene fin y el gran destino se torna vil ante la vista errada, lánguida, melancólica, casi desafiante de la que desidia tiene y desidia da para no ser ni puta ni señora, ni dama ni de alcoba, ni aficionada ni melómana, ni querida ni taimada, ni viciosa ni puritana, ni reina ni fulana, ni señora ni criada.
Y es que dar amor cuando no se tiene es imposible y no darlo cuando se tiene es inconcebible, mientras la fuerza del destino arrastra con su mano larga la última campanada de la hora en la que Roma se torna santa y la más virgen se vuelve puta. Y no sabemos ya ni reír y no servimos ya para nada. Ni de tormento ni de consuelo porque nos embarga esa vil traidora que es la desidia. Que recibe todo con la poca piadosa cara de quien se muestra enjuto y perdido, con ese eterno gesto de desdén que ni es triste ni cuidado, tan solo previsible. Y la flor mustia se aja ante la mirada que no repara en ella porque no la quiere ver. ¿Ardor? El corazón es hielo. ¿Furia? Ni la podemos tener. ¿Escarnio y maldecir? Antes contemplamos la remota oscuridad que dejar vibrar el alma al compás que marca la canción porque no queremos.
Dicen que perdemos por miedo a perder y que amamos para que nos amen y que perdonamos para que nos perdonen y rezamos, quién sabe, para un día -el de luto y sepelio- ser catalogados de santos antes de que recuerden nuestras horas más bajas y nuestras flaquezas y todas aquellas cosas que de repetir conllevan un sonrojo y de recordar un apesadumbrado aplomo. Y a veces sólo queremos ganar para que nos venzan.
Y otras para decir que hemos vencido, cuando lo cierto es que no queríamos ganar ni saborear las mieles de tal victoria que nos hiere más que la derrota y a la que tememos por si acaso viene y nos reclama vengar tal vil comportamiento que rodea al que se cree el mejor, y en su total admiración ególatra del que pasa coronado bajo el arco del triunfo y la victoria y no tiene esclavo que le recuerde que sólo es un humano, se olvida de ofrecer un poco a los dioses que le concedieron su oro y su cabeza laureada y de repente...
De repente recuerda que los favoritos de los dioses mueren pronto y los teme, aunque no los cree, por si acaso, y por miedo a que ocurra, se para. Se para el tiempo y su historia y perece en el olvido temiendo a una gloria que ya no tiene y nadie recuerda y que él cree que le va a matar cuando, realmente, sólo le consume...