Escribir una carta romántica es una tarea de extrema sencillez. El autor debe confeccionar una lista con palabras pertinentes: amor, pasión, corazón, eternidad, inmensidad. A continuación, debe unir esas palabras siguiendo una lógica gramatical: la inmensa pasión que arde en mi corazón hace que mi amor por vos dure toda la eternidad. Etcétera. El autor puede plasmar estas palabras en una tarjeta ilustrada con gaviotas o flores o gatitos rodeados de corazones, y la carta romántica estará lista.
No suelo escribir este tipo de cosas. Sí suelo escribir historias de carceleros que arriesgan mucho más que su empleo para salvar, tal vez, una vida, de verdugos indolentes a fuerza de costumbre, y de buitres que caen en su propia trampa en el infierno del desierto.
Creo en el amor. Creo en el amor con la tenacidad de los inocentes. Creo en el amor con fe redentora. Pero el amor en el que creo no es sedoso, más bien tiene textura rústica, como madera labrada, y no sabe a champán ni a agua mineral sino a caipirinha o a ese licor de frambuesa que tengo en el mueble de la cocina, al lado del horno microondas.
Entonces las historias que escribo buscan alejarse de esa idea del romanticismo, ésa que hace escribir cartas con precisión cirujana. Creo en el amor como algo sagrado y humano. Por lo tanto, necesito desmitificar la versión que intenta reducir al amor a una tarjeta con gaviotas ilustradas. Me irrita esa versión. Me deprime. Me indigna.
Desconfío de los sonetos como de la matemática. Soy notoriamente inocente.