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ISSN 1989-4163

NUMERO 13 - MAYO 2010

El Poeta de Más Aire

Diego Prado

            Tenía aspecto de arcángel de huerta, ojos verde oliva y tez de pan de hogaza recién salido de la tahona del pueblo. Sus alas eran la poesía, ansia de pastor por volar sobre las sementeras y hacerse verso. Nunca salió del más hondo germinal de la tierra una voz tan pura, honesta y brillante como la suya, un prodigio de intuición lírica como pocas veces se ha dado en la historia de la literatura. Risueño y jovial, de alma ingenua y soñadora, Miguel Hernández estaba condenado a quedarse en los campos de Orihuela, pero su genio y la testaruda creencia en su valía lo llevaron al martirio y al mito. Cualquier otro, frente a tantos impedimentos y falsas palmadas en la espalda, habría abandonado. Cualquier otro, claro. Pero Miguel no era cualquier otro. Tocó a puertas, llamó a cuantas aldabas se le pusieron por delante, persistió sin mesura, agotó con su insistencia a todo aquel que pudiera ayudarle, se forró la cara ante quien hiciera falta, sin asomo de vergüenza, y bombardeó con cartas a escritores y conocidos de mejor posición social. Su empuje vital no tuvo límites, y gracias a su aura peculiar no tardó en granjearse la simpatía de poetas como Neruda y Aleixandre, sus valedores más sinceros en la capital junto con de Cossío, que vieron en él no sólo un incuestionable talento, sino la sencillez de un hombre sano y sin dobleces, incapaz de comprender las malicias del espíritu humano.            

Aleixandre llegó a escribir en sus memorias estas significativas palabras: Era un hombre abierto, de corazón libre (…), un ser alegre, de fondo dramático. Un ser generoso al máximo (…) Ha sido uno de los amigos más íntimos, cómo diría yo, más entrañables que yo he tenido a lo largo de la vida. Acierta de pleno el gran poeta andaluz cuando señala la dualidad interior de Hernández: por un lado el hombre feliz -que andaba con sandalias de labrador y pantalones de pana por la capital, subiéndose a los árboles del paseo e imitando el trino de los pájaros-, y por otra el hombre que cargaba con la realidad dramática de aquellos sometidos al yugo y los sinsabores. Lo que en Lorca era un canto telúrico aprendido de oídas en escapadas nocturnas de señorito de cortijo, en Hernández es sabor de tierra estercolada, grito de azadas y llanto de aldea, vidas de seres en barbecho anclados al terruño. No hay un poeta castellano, después de Machado, que haya calado más íntimamente en el espíritu del pueblo que Miguel Hernández, condenado desde entonces a ser cantado y revisitado constantemente. Por ese motivo Lorca le granjeó una animadversión más que justificada, temiendo perder su trono de poeta popular pasado por los metros clásicos. No en vano los dos se parecían mucho, eran festivos y de gran magnetismo personal, se ganaban a la gente de inmediato, llenaban cualquier reunión con su presencia, pero les separaba un mundo al mismo tiempo. Lorca, con todo, no era un alma tan cándida como pudiera parecer. Miguel, sí, tanto que nunca entendió la razón del rechazo de Lorca, a quien admiraba.

Existe la leyenda, repetida siempre, de la falta de formación de Hernández y de la pobreza que asoló su infancia. En realidad todo esto ha formado parte de cierta ansia hagiográfica por engrandecer aún más su figura, dotándola de cierta heroicidad. Si bien es verdad que su familia no nadaba en la abundancia, tampoco puede decirse que pasara penurias. Como señala José Luis Ferris en su magnífica biografía del poeta (Temas de Hoy, 2002), Hernández tuvo una infancia modesta y austera, pero no pobre. Su padre, tratante de ganado, no era pues un simple jornalero o un asalariado, sino un negociante respetado en su campo, aunque de trato adusto y áspero. Educó a sus hijos sin mostrar afecto ni comprensión, en el sentido conservador del esfuerzo y el sacrificio. Hombre básicamente práctico, estaba incapacitado para entender las inclinaciones líricas del hijo, lo que originaría no pocos conflictos y disputas familiares. También hay que decir al respecto que Miguel cursó estudios más allá de lo que era normal en un niño de su condición social. Se sabe que fue matriculado ya a los 5 años, y que cursó la primaria con los jesuitas. En total, repartido en tres colegios, su educación abarcaría 10 años, aunque con frecuentes ausencias por tener que ayudar en las esporádicas faenas propias del negocio familiar. Aún así, si tenemos en cuenta el medio rural y agrario en que creció Miguel, y si sumamos el hecho probado de que la mayor parte de la gente adulta de aquellos años era analfabeta y que los hijos de campesinos no solían recibir más que un año o dos de escolarización básica, entenderemos que la formación de Hernández fue muy amplia para lo que era corriente entonces. Se sabe que fue un estudiante brillante y que los jesuitas animaron al padre para que el chico cursara el Bachillerato, pero no acabó el primer año. Las dificultades por las que atravesaba el negocio familiar, unidos a la opinión autoritaria de un progenitor que no entendía la necesidad de más estudios para un hijo que, sin más remedio, debía dedicarse al ganado, acabaron con las expectativas de Miguel, que se vio arrancado de las aulas para incorporarse al pastoreo y al reparto de leche. Por tanto, el mítico autodidactismo de Hernández no comenzó hasta los 15 años, cuando la mayoría de los chicos de su edad ya llevaban varios trabajando. Entonces sí, a partir de ahí, el futuro poeta aprende y asimila en la soledad de los campos todo cuanto puede leer en libros prestados, copiando en un cuaderno los versos que le gustan y aprendiendo de un modo natural el arte de la versificación, para la que poseía un don casi sobrenatural. Precisamente la conciencia de ese don acabó provocándole una profunda frustración y le llevó a intentar, de manera desesperada, su asalto a Madrid varias veces, sin apenas dinero para comer ni amigos a los que acudir. No obstante, y frente a su inicial fracaso, la voluntad de acero del pastor no declinó nunca. Imaginemos lo que tuvo que suponer para alguien con la sensibilidad de Hernández tener que volver a Orihuela y a sus cabras tras su primer y desastroso viaje a Madrid, con la humillación añadida de un progenitor que no dejó pasar la oportunidad de tirarle en cara el fracaso de su intento. Otro se habría resignado amargamente, pero Hernández persistió y acabó saliéndose con la suya.

Cuesta hallar un poeta en el que la vocación y los ideales vayan tan profundamente ligados, en el que la vida y la poesía sean una misma e indivisible cosa. Miguel Hernández despertó a su ideal social y político al ser detenido y maltratado por la Guardia Civil por no llevar la documentación encima, tan despreocupado era. Fue la detonante para entregarse a una militancia entusiasta que él proyectó desde su condición proletaria, rehusando los despachos en retaguardia desde donde platicaban los intelectuales de izquierdas (Alberti entre otros) para acogerse a penosas labores en primera línea de las trincheras. Hasta el final fue fiel a sí mismo, y sólo su ingenuidad explicaría que, abandonado a su suerte por unos supuestos “camaradas” que lo primero que hicieron fue salvar su propio trasero, volviera confiado a Orihuela, creyéndose a salvo entre gentes que le conocían de toda la vida. Allí fue denunciado y encarcelado. Lo demás es historia.

En Alicante, con motivo de recoger un premio, conocí hace años a Vicente Ramos, poeta, ensayista (experto en la obra de Miró) y Cronista Oficial de la ciudad, quien a sus 80 y tantos años me refirió con un punto de emoción el día que conoció en persona a Miguel Hernández. Fue en el Ateneo de Alicante en 1937, donde rendían homenaje al poeta, que habló de sus experiencias en las trincheras y acabó recitando versos de “Viento del pueblo” entre vítores y aplausos. “Nunca olvidaré –me dijo Ramos, de ideología opuesta a Hernández, por cierto- aquella tarde de agosto ni la voz de Miguel, que prendió en mi alma con una intensidad que jamás he vuelto a experimentar en mi vida”. La misma sensación hipnotizadora que fascinó, allá en el frente, a sus compañeros, hombres rudos y en su mayoría iletrados, que le escuchaban embelesados cuando Miguel se subía a un tanque o a una silla y empezaba a declamar sus encendidos versos.

Hernández poseía, sí, la capacidad de hacer felices a cuantos le rodeaban, incluso estando en prisión y sabiéndose ya enfermo. Mientras, él sangraba (como decía) hacia adentro, hecho un cuajo de metáforas espeluznantes y bellas. Más que un miliciano comprometido, Miguel militaba en el ejército de la poesía, partidario de la libertad por encima de todo. El más libre de los hombres murió en una prisión inmunda e insalubre (donde poderosos valedores de antaño hubieran podido salvarlo y prefirieron hacer la vista gorda, como el cura Luis Almarcha), decepcionado ante la locura colectiva como testimonian los dos últimos versos de Nanas de la cebolla, el más grande poema testamentario de nuestras letras, cuando le dice a su hijo (al que apenas conoció): No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre.

Ahora, frente al centenario de su nacimiento, parece que disputas e intereses mercenarios por la herencia y los derechos de su obra ponen la pátina miserable a la celebración, puesto que su mujer, Josefina Manresa, y su hijo, fallecieron ya. Pero Miguel hubiera querido, ante todo, que su poesía la poseyera el pueblo. Y, en esencia, así ha sido, pues sólo a través de la sabia voz del pueblo se ha visto cumplida la triple intuición de su verso: “Para la libertad/ sangro, lucho, pervivo.”  

Miguel Hernández
 

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